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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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con su destello súbito y verdoso, la silueta del Ladeado que avanza, firme y lento, a<br />

través del espacio vacío de la playa, en equilibrio perfecto a causa de los cubos de<br />

forraje, de peso idéntico, que transporta, uno en cada mano, aferrándolos por el<br />

entrecruzamiento del alambre. En un determinado punto de la trayectoria el<br />

Ladeado hace un gesto con la cabeza, en signo de saludo, al que él responde<br />

alzando la mano a la altura del hombro, con los dedos separados y la palma hacia<br />

el exterior, y sacudiéndola tres o cuatro veces. El Ladeado va alejándose, despacio,<br />

en dirección a la casa blanca, al declive pronunciado que conduce a la vereda. El<br />

bañero lo ve alejarse, nítido, solitario, en el espacio vacío, entre los fogonazos de<br />

los relámpagos y el estruendo de los truenos, presencia irrefutable y cerrada en la<br />

luz de tormenta, y cuando ya los separa una docena de metros, el bañero, sin<br />

proponérselo, se pone a caminar detrás de él, con el ritmo exacto de su marcha, de<br />

tal modo que la distancia que los separa en la extensión vacía no aumenta ni<br />

disminuye ni siquiera un milímetro. El Ladeado continúa su marcha sin advertir<br />

que él viene detrás, lo cual no es extraño, ya que ni siquiera el propio bañero es<br />

consciente de que está rehaciendo, en la playa amarillenta, el mismo itinerario que<br />

el Ladeado realiza unos pocos metros más adelante, y que la velocidad de su<br />

marcha es idéntica a la del otro, como si los dos obedecieran a un compás<br />

inaudible. El Ladeado deja atrás la playa y comienza a subir el terraplén que<br />

desemboca en la vereda; cuando llega a la cima, parece inmovilizarse durante una<br />

fracción de segundo y después continúa desapareciendo en la vereda ennegrecida<br />

por la sombra de los árboles. El bañero sigue caminando, sin modificar el ritmo de<br />

su marcha, y sus pies desnudos sienten la hierba rala, un poco dura, que crece en la<br />

porción de terreno que separa el terraplén de la playa propiamente dicha. En pocos<br />

segundos la deja atrás y empieza a subir, trabajoso, el terraplén, a la luz fugaz de<br />

los relámpagos que van haciéndose cada vez más intensos y menos espaciados,<br />

produciendo una reacción en cadena de truenos que resuenan diseminados por<br />

todo el cielo bajo, negruzco, y cuyo sonido llega, interminable, hasta las copas de<br />

los árboles haciéndolos temblar. Dos pájaros que ha visto entrar, unos segundos<br />

antes, entre las ramas, vuelven a salir, excitados, después de haber gorjeado y<br />

aleteado, invisibles, entre el follaje y, pasando por encima de su cabeza, uno al lado<br />

del otro, avanzan casi en zig-zag, como bailarinas o patinadores, en dirección al<br />

río. El bañero llega a la cima del terraplén, donde comienza la vereda; la fachada<br />

lateral de la casa, con sus ventanas negras que dan a la vereda, cintila un poco, en<br />

la sombra espesa de los árboles. Más allá del túnel de sombra, en la claridad gris<br />

que sigue y continúa en toda la cuadra, y hasta podría decirse que en toda la calle,<br />

hacia el centro del pueblo, el Ladeado, a la altura del portón, acaba de dejar los<br />

fardos en el suelo, uno a cada lado de su cuerpo, y está irguiéndose otra vez, de<br />

cara al patio. En el mismo momento en que ve al Ladeado, el bañero siente la<br />

primera gota de lluvia que le golpea, deshaciéndose, la mejilla.<br />

Con la palma de la mano libre, Elisa toca la taza y retira la mano de<br />

inmediato; el café está todavía demasiado caliente. El Gato sale, detrás suyo, de la<br />

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