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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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fugaz, la sien, la parte visible de la oreja y el cabello negro que la recubre. Ahora<br />

apoya la cabeza, que queda inmóvil contra la lona del sillón, y la mancha de luz se<br />

estampa sobre el vestido blanco, a la altura del pecho. Y bueno, ahí está, con el<br />

agua, de día o de noche, repite, ningún problema. Se da una bofetada súbita —tal<br />

vez infructuosa— para aplastar algún mosquito que ha de haberse asentado en su<br />

mejilla. Se oye el motor de un coche que se pone en marcha detrás, bajo los árboles,<br />

en la cuneta de la calle abovedada; uno de los últimos bañistas, seguro, que ha de<br />

haberse demorado en la playa, adormecido en el anochecer, o tal vez en la isla, de<br />

la que ha debido venir braceando despacio por el agua ennegrecida. Húmedo,<br />

tibio, el aire —o, mejor, yo mismo— oscuro se estremece con el ronquido brusco<br />

con que el motor arranca y que se convierte, casi en seguida, en un ronroneo<br />

monótono del que llega, a la galería en penumbra, la imagen de una continuidad<br />

ilusoria. Prestando atención puedo percibir, a pesar de todo, la cesura infinitesimal<br />

que interrumpe, regular, la línea de sonido. Ahora el coche ha de estar<br />

maniobrando para dar la vuelta y ponerse en dirección al centro del pueblo y, más<br />

lejos, al camino de asfalto que lleva a la ciudad: los cambios continuos de<br />

intensidad en la marcha del motor y el murmullo de las ruedas que muerden y se<br />

deslizan sobre el polvo de la calle dejan llegar, hasta la galería, el progreso de las<br />

maniobras. La luz de los faros que atraviesa, de golpe, más allá del portón, una<br />

nube de polvo blanquecino de cuyas partículas, gracias a la claridad intensa que la<br />

hiende, puede verse, entre las sombras fugaces que las entrecruzan, la rotación<br />

lenta, deja ver que el coche se ha puesto por fin de culata al río y que ahora, como<br />

lo muestra el movimiento rápido de luces y sombras en el interior de la gran nube<br />

de polvo blanquecino, avanza por la calle abovedada en dirección al centro del<br />

pueblo y, más allá, al camino de asfalto que lleva a la ciudad. El coche pasa ante el<br />

portón, lo deja atrás, y veo, por entre el cerco de ligustros que separa el fondo del<br />

patio de la vereda, los dos puntos rojos de las luces traseras que van desplazándose<br />

rígidos en el aire otra vez negro. Ahora no queda más que el ruido del motor, que<br />

se debilita poco a poco: alejándose, gradual, permite todavía percibir, de vez en<br />

cuando, la disminución de velocidad, las aceleradas, los cambios de marcha, las<br />

fre<strong>nada</strong>s, que le imponen los accidentes de su trayecto. Ahora es un rumor casi<br />

inaudible. Y ahora, por fin, ya no se sabe si el rumor que se cree percibir es el<br />

último filamento, exangüe, de sonido que manda, desde un punto ya inimaginable,<br />

el motor, o bien la repercusión apagada del ronroneo en la memoria. Ahora hay<br />

otra vez un silencio completo del que el estridor de las cigarras no parece ser la<br />

interrupción sino más bien, dada su monotonía y su uniformidad, una dimensión<br />

diferente y que le es propia. Y de golpe, otra vez, Elisa se da una bofetada,<br />

infructuosa, quizás, en la mejilla. Tomamos, en la penumbra, casi al mismo tiempo,<br />

tragos cortos de vino, sin hablar. Elisa suspira; alza la mano como para darse una<br />

tercera bofetada, pero la mano se detiene antes de llegar a la mejilla y comienza a<br />

sacudirse, con fuerza, a la altura de la cara. Elisa se para, sin dejar de sacudir la<br />

mano libre ante su cara. Al pararse, ha hecho crujir la perezosa y ahora la luz que<br />

la cortina de lona azul deja pasar de la cocina viene a chocar contra su pie —<br />

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