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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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cocina a la galería. Elisa le echa una mirada rápida por encima de su hombro, justo<br />

para ver la cortina de lona azul sacudirse, rígida, a espaldas del Gato que pasa<br />

junto a Elisa, en silencio, y va a pararse en el borde de la galería, con las manos en<br />

los bolsillos del pantalón, mirando el cielo bajo y lleno de estruendo. Con sus<br />

mocasines marrones bien lustrados, su pantalón blanco de tela basta, su remera<br />

azul marino, recién bañado y afeitado, el Gato tiene, a los ojos de Elisa, el aire<br />

tranquilo y vacuo de quien ignora su propia elegancia y hasta su propio cuerpo,<br />

pero que se halla demasiado abstraído como para ser consciente de su bienestar. Es<br />

un simple olvido, un abandono, piensa Elisa, sin <strong>nada</strong> parecido a palabras, del que<br />

la inminencia de la lluvia y de la escapada a la ciudad que proyecta para la tarde<br />

no son sin duda ajenas. Elisa se olvida a su vez del Gato, vuelve a tocar la taza con<br />

la palma de la mano libre, y, como el calor de la superficie lisa ya es un poco más<br />

tolerable, deja la mano apoyada contra ella, sin sin embargo decidirse a tomar el<br />

primer trago de café cuyo olor, casi más visible y más denso que el humo, y sin<br />

duda más presente y más intenso, sube hasta su nariz.<br />

El bayo amarillo, en el fondo del patio, bajo los árboles, se sobresalta a cada<br />

trueno, moviendo las patas y desplazando, en semicírculo, la parte delantera de su<br />

cuerpo, sacudiendo la cabeza que se inmoviliza a la expectativa, en la cesura, cada<br />

vez más corta, que separa trueno y trueno.<br />

Más allá de los arbustos resecos, de los tambores de aceite acanalados y<br />

oxidados, uno vertical, el otro acostado, de las viejas baterías semienterradas y de<br />

las viejas cubiertas podridas y manchadas de barro seco, el Gato ve, desde el borde<br />

de la galería en el que está parado, con las manos en los bolsillos del pantalón, al<br />

bayo amarillo que se estremece entero a cada trueno, pateando el suelo en su lugar,<br />

sacudiendo la cabeza, esperando, inquieto y confuso, a cada silencio, el próximo<br />

trueno. El Gato baja al patio y comienza a atravesarlo; para no ensuciarse los<br />

pantalones, hace un rodeo, sorteando la maleza reseca y polvorienta, y, pasando<br />

junto al motor, por el trecho endurecido y sin una sola mata de pasto que han<br />

limpiado, tiempo atrás, y sin mucha coherencia, con Tomatis, va aproximándose,<br />

sin apuro, al caballo que lo contempla. Cuando entra en su aura —ha sabido, antes<br />

de llegar, que entraría en ella, en el aura de calor animal, de excremento, de pasto<br />

masticado, de sudor, de vida espesa—, el caballo, alerta, se inmoviliza, y cuando el<br />

Gato, sintiendo el pelo tibio y húmedo al contacto de su mano, comienza a<br />

acariciarle el cuello, algo en la tensión de los músculos, de los órganos, de la piel y<br />

de la mente, arcaica y sombría, se abandona a la mano, diminuta en relación al<br />

tamaño del cuello, que recorre el pelo amarillento.<br />

Elisa, en la galería, se lleva la taza a los labios y toma, saboreándolo, el primer<br />

trago de café. Las primeras gotas de lluvia comienzan a atravesar, oblicuas,<br />

destellando apagadas y fugaces, la transparencia gris del aire, para venir a<br />

estrellarse contra el suelo que las absorbe de inmediato. El gusto del café, único y<br />

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