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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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de espacio vacío, distribuidas al azar aunque dando la impresión de un orden<br />

ilusorio, la tierra blanca endurecida por la luz persistente de febrero, así hasta el<br />

horizonte, por encima el cielo lívido, indefinido, y detrás la máquina de la<br />

memoria triturando el chasquido reciente de mis pasos contra la maleza calci<strong>nada</strong><br />

y haciéndolo bajar hacia el fondo. Durante unos segundos no pasó <strong>nada</strong>: la mirada,<br />

que rebotaba al azar contra las matas oscuras, cuyas hojas, afiladas como cuchillos,<br />

estaban como nimbadas por un resplandor tenue, no encontraba, en el gran<br />

espacio abierto, un punto preciso en el que fijarse, iba y venía, rebotando, pasando<br />

de las matas oscuras a la tierra blanquecina, de la tierra blanquecina al cielo lívido,<br />

del cielo lívido otra vez a las matas altas y oscuras. No había <strong>nada</strong> que denunciase,<br />

<strong>nada</strong> detrás, delante, más arriba, que pudiese haber, en otra dimensión, o entre las<br />

cosas mismas, un invisible del que pudiese esperarse, alguna vez, la manifestación.<br />

El viejo infinito no era ahora más que una yuxtaposición indefinida de cosas de la<br />

que no me era posible percibir más que unas pocas a la vez —y no había secuela<br />

alguna a esa percepción, como no fuese en la memoria engañosa. De esa tierra<br />

desnuda y calci<strong>nada</strong> no saqué otra lección. Y de ese modo volví sobre mis pasos,<br />

monté el bayo amarillo y regresamos en dirección a la casa: al galope primero, al<br />

trote un poco más tarde, alejándonos del cielo violeta y de las orillas desiertas, bajo<br />

la mirada de los últimos bañistas al final, cuando, llegando del campo por la orilla<br />

del agua, desviamos un poco antes de alcanzar la playa para subir por la calle<br />

abovedada y entrar en el patio trasero, en medio de una nube de mosquitos y del<br />

canto de las cigarras. El patio estaba desierto; no había, en la galería, más que las<br />

perezosas de lona anaranjada, vacías, y más al fondo, entre las dos puertas negras<br />

—la de la cocina cubierta por la cortina de lona azul—, la silla de madera cruda y<br />

asiento de paja contra la pared blanca. Desensillé sudoroso; el bayo amarillo no se<br />

dignaba ni siquiera jadear. Lo liberé de silla y riendas, le traje un poco de forraje, y<br />

le acaricié varias veces el cuello y la nariz: gestos exteriores destinados a desterrar,<br />

más de mí que de él, el malestar confuso, los atisbos de celos o de odio. Después<br />

me arranqué, como pude, de su aura, hecha de un olor fuerte y de tibieza. Crucé el<br />

patio sembrado de baterías y de cubiertas, subí a la galería, entré en la casa. La<br />

cocina estaba vacía, pero del cuarto de baño llegaba el ruido de una canilla abierta:<br />

Elisa, otra vez con su vestido blanco, se peinaba el pelo mojado y me sonrió,<br />

distraída, a través del espejo. Puse la mano, con suavidad, sobre su brazo desnudo:<br />

la mano que trabajaba con el peine el cabello negro bajó y se detuvo contra la pileta<br />

blanca del baño. Quedamos un momento inmóviles, mirándonos a través del<br />

espejo; el contacto de mi mano contra su brazo desnudo, del que se desprendían<br />

todavía la frescura y la humedad de la ducha reciente no era, sin embargo, desde el<br />

punto de vista de una experiencia posible, más revelador que el que hubiese<br />

podido obtener estirando la mano y tocando el espejo en el lugar de su superficie<br />

en el que el brazo de Elisa se reflejaba. Lisa o rugosa, mineral o carnal, el resultado<br />

no era más claro ni la penetración más profunda; en algún punto, el horizonte del<br />

contacto se volvía, cualquiera fuese el objeto que tocara, liso, uniforme, y sin mayor<br />

significación. Elisa sacudió el brazo y siguió peinándose, y entonces me di vuelta y<br />

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