Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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asentimiento: no hay, en efecto, ninguna razón para negar a priori la posibilidad,<br />
pero ya la policía había detenido a un sospechoso, a un chivo emisario, y se había<br />
visto obligada a largarlo un tiempo después, porque si bien el tipo llenaba todas las<br />
características requeridas para pagar los platos rotos, en el Tribunal se habían<br />
mostrado bastante escépticos y no habían tomado la cosa demasiado en serio. Dos<br />
o tres días atrás, por otra parte, Tomatis, que había venido a tomar un café a la<br />
oficina, le había dicho que la cosa era oscura y que nadie, ni en el ejército ni en la<br />
policía ni en el diario ni en el Tribunal, estaba en condiciones de dar una visión<br />
aproximativa de los hechos. Todos eran rumores de fuente desconocida.<br />
—<strong>Nadie</strong> niega —dice Elisa—. Pero no hay ninguna razón para descartar de<br />
antemano la posibilidad de que alguien decida un buen día, sin causa aparente,<br />
agarrar un revólver y salir por el campo a matar caballos.<br />
Simone asiente, sin convicción. A pesar del aire acondicionado que refresca el<br />
recinto, la piel de su cara oscura, llena de nudos, brilla sudorosa, a causa sin duda<br />
de la taza de café que acaba de ingerir. La oficina está como envuelta en el silencio<br />
de la mañana. Los ruidos, las voces, los ademanes, se entrecruzan nítidos y secos<br />
en el aire fresco de la habitación. La ventana, que da a una terraza de baldosas<br />
color ladrillo descoloridas por la intemperie, deja entrar una claridad atenuada por<br />
la sombra del edificio que se extiende hasta el parapeto de la casa vecina. Pero una<br />
porción de cielo azul es visible desde la oficina. Parece un cielo en disgregación. Lo<br />
azul se desvanece carcomido por una infinitud de puntitos blancos o de manchitas<br />
destellantes, como una taza de loza azul recubierta fragmentariamente de ceniza, y<br />
medio calci<strong>nada</strong>, después de un incendio.<br />
Simone termina de acomodar, en el asiento trasero, junto a la que contiene los<br />
alimentos, la caja llena de sobres. Elisa lo observa desde bajo la sombra de la casa<br />
de dos plan—las que protege, sin refrescarla, la vereda.<br />
—Listo —dice Simone, incorporándose y cerrando con un golpe la puerta<br />
trasera—. Y decile que cuando se cure de su agorafobia, a ver si se viene a tomar<br />
un cafecito a la oficina.<br />
—Es cierto. Ya casi ni sale —dice Elisa.<br />
—Si el mundo se desmoronara, a él no se le movería un pelo —dice Simone.<br />
Su bigote espeso y como metálico raspa las mejillas de Elisa cuando<br />
intercambian dos besos rápidos y convencionales. Elisa entra en el coche. La cara<br />
nudosa de Simone aparece por el hueco de la ventanilla: "Y por favor, que termine<br />
los sobres a tiempo". Elisa asiente, y la cara de Simone desaparece.<br />
En la luz de las doce, la ciudad vacía, de cuyo centro el coche va alejándose,<br />
destella bajo la cúpula incandescente del cielo de un celeste agrisado contra el que<br />
no se ve una sola nube en todo el horizonte visible. En cada esquina, el coche negro<br />
disminuye la velocidad, y acelera después de atravesar cada bocacalle. De vez en<br />
cuando, alguna figura humana se divisa en las veredas, en los umbrales de las<br />
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