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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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suave, viene, toda comida en el borde, hacia el agua, el río liso, sin una sola arruga,<br />

acerado y pulido como una lámina inmóvil que refleja el cielo de acero.<br />

Cada cosa ocupa su lugar en el interior de la transparencia benévola que<br />

acaba, abrupta, en el cielo bajo, negruzco, y que se vuelve lívida y verdosa, de un<br />

modo fugaz, a cada relámpago. Hay una excitación vegetal, discreta pero firme,<br />

ante la inminencia del agua. Se presiente un estado de alerta general en el pasto, en<br />

los arbustos, en los árboles, crujidos de hojas, erección lenta de briznas,<br />

desentumecimiento de raíces y de ramas.<br />

En el fondo del patio, bajo los árboles, el bayo amarillo, inmóvil, junto al<br />

balde de plástico rojo volcado entre sus patas delanteras, espera el próximo<br />

relámpago y el trueno, largo y múltiple, que lo sucederá. Cuando el relámpago<br />

llega, súbito y cercano, haciendo empalidecer el aire y dándole al mismo tiempo<br />

una tonalidad verdosa, fugaz, el caballo hace algunos movimientos rígidos con la<br />

cabeza como inspeccionando, sin atreverse demasiado, los alrededores. Y cuando<br />

el trueno comienza a bajar, remoto primero, cada vez más intenso a medida que se<br />

acerca, el animal solitario empieza a mover las patas, golpeando los vasos contra el<br />

suelo, sin cambiar de lugar, aumentando la rapidez y la fuerza de su pataleo a<br />

medida que el trueno se aproxima, hasta que el ruido se desvanece y sus<br />

movimientos se apaciguan, tendiendo, graduales, a recobrar el estado anterior de<br />

expectativa tensa y de inmovilidad.<br />

Parado en la orilla, el bañero ve aproximarse, lenta, la canoa, sobre la<br />

superficie pulida y luminosa del río: una estela, más ancha cuanto más lejana de su<br />

popa, la sucede o parece, más bien, una sustancia segregada por la canoa en su<br />

desplazamiento, como el rastro de una babosa sobre un espejo.<br />

Cuando la canoa verde toca la orilla y se detiene, el rastro de la estela que va<br />

ensanchándose es todavía visible lejos, río abajo. El Ladeado, de espaldas a la<br />

orilla, se pone de pie, trabajoso, y recoge, demorándose, los dos fardos cúbicos de<br />

forraje que lo hacen oscilar al principio, y que se equilibran cuando baja, con un<br />

saltito, de la proa, no sin antes obligarlo a flexionar las piernas para no trastabillar.<br />

Cuando se yergue —si ese cuerpo torcido como un raigón puede en realidad<br />

erguirse—, el Ladeado comienza a avanzar, cruzando el espacio vacío en diagonal,<br />

hacia la casa blanca.<br />

Un relámpago empalidece el aire ennegrecido, pero no por eso menos<br />

transparente, por la inminencia del agua. Después de unos segundos de silencio,<br />

un trueno lo sigue. Primero es un punto de ruido, lejano, arriba, entre las nubes<br />

bajas, aceradas y oscuras, y a medida que se acerca va ganando violencia y<br />

anchura, desplegándose, endureciéndose y retumbando con tanta fuerza que las<br />

cosas, asentadas de un modo frágil sobre la costra terrestre, se ponen, al unísono, a<br />

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