Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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El auto amarillo acelera en dirección a la ciudad, levantando un chorro de<br />
polvo blanco con las ruedas traseras. Escucho el ruido del motor y lo veo alejarse<br />
fragmentario, a través de los huecos del cerco de ligustros resecos y polvorientos<br />
que separa el patio de la vereda. Frente a mí están, ahora que he hecho girar un<br />
poco mi cuerpo, entre los yuyos parduscos, calcinados, las viejas baterías, las<br />
cubiertas semipodridas y semienterradas, manchadas de barro seco, los tambores<br />
de aceite, acanalados y oxidados, uno vertical, el otro acostado, en el sol irreal de<br />
las cuatro que alarga mi sombra azulada —y más allá, vuelto puro latido y<br />
atención, atrincherado en su aura cálida hecha de pasto masticado, de excremento,<br />
de vida, el bayo amarillo que, ya casi familiar, aunque sin condescendencia ni<br />
desdén, dejando un momento de masticar, con la boca entreabierta, la mandíbula<br />
inferior un poco desplazada respecto de la superior, lento, parsimonioso, me<br />
contempla.<br />
—Paso primero a ver a mi madre —digo—, y después nos encontramos para<br />
cenar juntos. En el bar de la galería, ¿de acuerdo? De todos modos, la partida,<br />
según Tomatis, no empieza hasta las once.<br />
—De acuerdo —dice Elisa.<br />
La lluvia endurece la calle arenosa y Elisa conduce con cuidado, tratando de<br />
no aproximarse demasiado a la cuneta. El limpiaparabrisas arrasa, con ritmo<br />
regular, el agua que cae a torrentes sobre el parabrisas. Doblamos hacia la plaza.<br />
Pasamos frente a la comisaría; no hay ningún signo visible de la ejecución de ayer;<br />
no se ve a nadie, las grandes puertas están abiertas, y hay una camioneta del<br />
ejército estacio<strong>nada</strong> junto a la alcantarilla que conduce a la vereda alta de ladrillos,<br />
pero en los últimos tiempos los vehículos del ejército se ven con frecuencia por la<br />
calle. El pueblo está desierto. En la plaza, la lluvia golpea las flores rosas, amarillas<br />
y blancas de los palos borrachos, desprendiendo muchas y diseminándolas en el<br />
suelo. Avanzamos lentos, en segunda, por la calle principal, entre los laureles que<br />
lava al fin, después de tantos meses, minuciosa, la lluvia. Las cosas parecen, bajo el<br />
agua, en la luz gris, más próximas o más porosas.<br />
—¿Estás seguro de que Simone va a darte un adelanto? —dice Elisa. Al final<br />
de la calle principal pasa, perpendicular, el camino de asfalto. El auto vacila un<br />
poco en el terraplén, gana terreno con dificultad y llega al camino. Elisa acelera.<br />
XV. No hay, al principio, <strong>nada</strong>. Nada. En la luz de tormenta, en la inminencia del<br />
aguacero —el primero, después de varios meses—, las cosas ganan realidad, una<br />
realidad relativa sin duda, que pertenece más al que las describe o contempla que a<br />
las cosas propiamente dichas: la casa blanca, con los árboles enormes que hunden<br />
en la sombra su fachada lateral, el espacio abierto de la playa, los árboles ralos río<br />
abajo, las parrillas, el declive que sube hacia la vereda, la isla baja cuya barranca,<br />
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