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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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desde Leyes, tal vez. Por medio de walkies-talkies habían ido dándose las<br />

posiciones respectivas. El Caballo que, como buen funcionario, llegaba todos los<br />

días puntual a su trabajo, no había tenido ni siquiera tiempo de entrar en la<br />

comisaría; había bajado del jeep colorado, había subido la alcantarilla de cemento<br />

que da acceso a la vereda, pero no había tenido tiempo de entrar en la comisaría. El<br />

Falcon blanco de la playa había llegado despacio, sin apuro, y, casi sin detener la<br />

marcha, había procedido, con toda calma, a la ejecución. Había habido un tiroteo<br />

rápido con dos agentes —uno de los cuales había recibido una bala en la pierna—<br />

y, después, todo había vuelto a la tranquilidad. Los coches parecían haber<br />

desaparecido de la costra terrestre. La tesis de los militares, había dicho Tomatis,<br />

era que, tal vez, como el dios de Patmos, estaban cerca pero eran difíciles de asir.<br />

Por eso rastrillaban meticulosos la región: casa por casa, cuadra por cuadra,<br />

manzana por manzana. Justo en ese momento, habían oído ruido de motores y<br />

habían visto llegar un jeep y un camión del ejército, cargados de soldados. Los<br />

vehículos, envueltos en una nube de polvo blanquecino, se habían detenido en<br />

medio de la calle abovedada y los soldados habían comenzado a bajar, dirigidos<br />

por los gritos de un oficial. Los soldados, con las ametralladoras en la mano,<br />

habían mirado con desconfianza el coche negro estacionado en la cuneta. Después<br />

se habían dividido en dos grupos, uno de los cuales había desaparecido por la calle<br />

abovedada en dirección a la playa y el otro, encabezado por el oficial, se había<br />

aproximado al portón verde. Al verlos llegar, Tomatis se había parado y les había<br />

salido al encuentro; al parecer, conocía al oficial y después de dos o tres minutos de<br />

conversación jovial lo había hecho desistir de registrar la casa. El oficial no había<br />

parecido tampoco loco de entusiasmo ante la posibilidad de un examen minucioso;<br />

debía tener sin duda su propia teoría relativa a los autos que buscaban; o tal vez<br />

mucho calor, lo cual se justificaba, porque ahí estaba, en traje de fajina, sosteniendo<br />

su ametralladora, en el sol que subía hacia el cénit, guiñando somnoliento los ojos<br />

hacia Tomatis que, de este lado del portón verde, muy por el contrario, parecía<br />

fresco y cómodo en su pantaloncito de baño blanco que dejaba ver su cuerpo<br />

velludo y bronceado. El militar parecía chico y débil, a pesar de su ametralladora y<br />

de su contingente de soldados armados, comparado con el civil voluminoso y<br />

semidesnudo que fumaba su cigarrillo orondo y desenvuelto. Durante unos<br />

minutos, hasta que volvió la patrulla de la playa, las voces de Tomatis y del oficial<br />

habían ido llegando hasta el punto en el que estaban él y Elisa, de pie junto a las<br />

perezosas y dispuestos a aproximarse al primer llamado bajo los árboles, cerca del<br />

bayo amarillo que parecía indiferente —¿o se le ocurría ahora?—ante la presencia<br />

de los militares, sin que él o Elisa percibiesen de un modo nítido el sentido de las<br />

palabras o incluso o I sentido global de la conversación. Por fin el oficial había<br />

decidido retirarse, haciendo incluso un saludo breve, cordial, en dirección a los<br />

árboles del fondo. Tomatis había esperado en el sol cerca del portón que los<br />

soldados subieran al camión y al jeep, en el que el oficial se había instalado, en el<br />

asiento delantero, junto al conductor, y que los vehículos se pusieran en marcha,<br />

reculando lentos y levantando una nube de polvo blanco —él había podido verlos,<br />

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