Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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en tanto de intensidad, producido por los cuerpos que se zambullen o que entran y<br />
salen corriendo del agua, acompaña las voces y los gritos que se entremezclan en el<br />
espacio reducido de la playa. Un hombre joven, bronceado, con una malla color<br />
azul eléctrico, pasa junto al bañero y se interna en el agua, corriendo. El bañero lo<br />
observa: el agua va cubriéndole los tobillos, las rodillas, los muslos, y su carrera,<br />
contra el agua resistente, va haciéndose cada vez más lenta, más pesada. Por fin,<br />
cuando el agua está casi llegándole a la cintura, se zambulle y desaparece en el río.<br />
Durante casi un minuto no hay otro rastro de él que la superficie del agua alterada<br />
por la zambullida hasta que, en la proximidad del centro del río, la cabeza vuelve a<br />
aparecer, de un modo violento, como enceguecida, sacudiéndose y chorreando<br />
agua. Por un momento, el bañista parece derivar sin dirección, hasta que vuelve a<br />
zambullirse y desaparecer. Un intervalo semejante al primero, en el que no pasa<br />
<strong>nada</strong> ni se ve <strong>nada</strong>, antecede a la reaparición de su cabeza, brusca otra vez, cerca<br />
de la orilla opuesta. El bañero, que se había detenido un momento para observarlo,<br />
continúa su paseo, caminando despacio entre los bañistas sentados o estirados<br />
sobre la arena. Dirigiendo, de un modo rápido, su mirada hacia la casa blanca, ve<br />
al Gato parado en la puerta apoyado contra el marco, mirando en dirección al río.<br />
El bañista, en ese momento, ha salido del río y está trepando, como con dificultad,<br />
la barranca. Cuando está arriba, apoya las manos en las caderas y, sacando pecho,<br />
se pone a contemplar la playa. La luz horizontal ilumina la parte superior de su<br />
cuerpo mientras que las piernas están como hundidas en la penumbra que parece<br />
ir subiendo, como un vapor azul, desde la tierra. El bañista se pone, para hacer<br />
bocina, las manos estiradas y de canto, con las yemas que se tocan por encima del<br />
arco de la nariz, alrededor de la boca, y comienza a llamar a alguien que está en<br />
esta orilla, con una voz que es sin duda poderosa en las inmediaciones de donde es<br />
proferida, pero que llega a la playita ya debilitada.<br />
IX. No tiene, dice el Gato, al probar la carne, ni sal ni sentido. Elisa sacude la<br />
cabeza, sonriendo, y lo contempla: la misma sonrisa desga<strong>nada</strong>, apática, los ojos<br />
entrecerrados que la miran como desde detrás de una cortina de humo, las mejillas<br />
rasuradas que emiten por momentos destellos metálicos.<br />
Ni sal ni sentido, repite el Gato, mirándola fijo a los ojos con esa expresión de<br />
la que no se sabe si es burla de sí mismo, de los otros, o un automatismo facial,<br />
ajeno a toda clase de sentimiento o emoción, del que ni siquiera es consciente. El<br />
ruido de un auto que ha de venir avanzando lento, por las calles arenosas, en<br />
dirección a la playa, modifica la expresión del Gato, cuyos ojos giran hacia un<br />
costado, paradójicos, y se inmovilizan, del mismo modo que su cuerpo entero, la<br />
mano que sostiene el tenedor detenida a mitad de camino entre la boca y el plato<br />
lleno de pedacitos de carne sobre los que se distinguen aquí y allá unas manchas<br />
verdes de perejil.<br />
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