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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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que rebota en el retrovisor. Desviando la mirada, Elisa modifica la posición del<br />

retrovisor y pone el motor en marcha. Aunque el sol ha comenzado a bajar desde<br />

hacía varias horas —son más de las siete— el calor no ha disminuido y Elisa siente<br />

el vestido amarillo, áspero y sedoso al mismo tiempo, pegado a la espalda, entre<br />

los omóplatos. Y el aturdimiento, del que esperaba, hacia mediodía, que<br />

desaparecería con la caída del sol, no ha hecho más que aumentar. Su mente se ha<br />

transformado en una especie de piedra opaca, compacta, de la que no salen ni<br />

entran pensamientos, y que parece no poder establecer ninguna relación con ese<br />

exterior brumoso y ardiente que llena todo el horizonte visible. Ya a la hora de la<br />

siesta, al querer cruzar la calle en la esquina del mercado, se había encontrado de<br />

pronto, y sin darse mucha cuenta de lo que estaba pasando, en cuatro patas en<br />

medio de la calle, descalza, entre los objetos que se habían salido de su bolso y que<br />

estaban dispersos a su alrededor en el suelo. Hasta sus lentes negros se habían<br />

roto; y le había costado trabajo desenterrar el zapato, hundido casi hasta el talón en<br />

la brea blanda y pegajosa. Y, sabiendo que Héctor y los chicos la necesitaban sin<br />

duda para ultimar los preparativos del viaje, había estado vagabundeando por la<br />

ciudad hasta casi las seis. Había algo en esa ciudad desierta, achatada bajo el sol,<br />

que la hacía dar vueltas en redondo el día entero sin buscar <strong>nada</strong> preciso, del<br />

centro a los arrabales y de los arrabales al centro, hasta que la piedra de la mente se<br />

volvía densa y opaca y todo lo exterior se empastaba, sin que sin embargo por<br />

dentro se hubiese abierto paso la más mínima claridad. El coche arranca, y las dos<br />

hileras de casas de una o dos plantas, a las que no protege ni un solo árbol,<br />

comienzan a desfilar hacia atrás. Ahora mismo debería, piensa Elisa, debería, sin<br />

duda, volverse a su casa, darse un baño, descansar, pero algo, no sabe qué, una<br />

fuerza la hace doblar en sentido contrario al de su casa, avanzar sin vacilación por<br />

la calle desierta, hacia el sur, y parar el coche en la orilla del parque. No ha venido<br />

buscando <strong>nada</strong> preciso: ni una persona, ni un paisaje, <strong>nada</strong>. Ha estacionado en la<br />

orilla del Parque Sur y ahora contempla, o trata de contemplar, más bien, más allá<br />

de los jacarandaes y de los palos borrachos, casi violácea por la luz declinante, la<br />

laguna. Un hombre y una mujer, sentados en un banco bajo los árboles, de<br />

espaldas al agua, se distraen un momento de su conversación para contemplarla<br />

sin interés. Pero no hay <strong>nada</strong> tampoco, ningún signo en el agua violácea, en la<br />

autopista que pasa, por encima de la maleza, del otro lado de la laguna, ni en los<br />

palos borrachos cuyas flores rosas, amarillentas o blancas parecen aplastadas por el<br />

aire incandescente. La pareja vuelve a su conversación desga<strong>nada</strong>. Elisa arranca.<br />

Deja atrás el parque, el sur de la ciudad, el centro, la calle en que vive, y después<br />

vuelve a efectuar casi el mismo recorrido en sentido inverso, hasta que empieza a<br />

bordear por segunda vez el Parque Sur, los jacarandaes y los palos borrachos, las<br />

flores amarillentas, rosas y blancas, que empiezan ya a cintilar en la penumbra azul<br />

del anochecer. Con la caída del sol, la gente empieza a aventurarse a la calle. Ya<br />

pueden verse, aquí y allá, parejas que se pasean del brazo, familias que han salido<br />

a tomar mate en la vereda, sentándose en círculo o apoyando el respaldar de las<br />

sillas contra la pared, a los costados de la puerta de calle. El resplandor acerado de<br />

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