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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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Oceanía se ponen a matar, en ciertas épocas del año, un número indefinido de<br />

animales de una misma especie, para figurar de un modo simbólico el exterminio<br />

general de todas las especies vivientes; un etnólogo irlandés, el profesor Leopold<br />

Bloom, dice el artículo en la última parte, ha dado a esa ceremonia el nombre de<br />

sinécdoque ritual. La mueca fija de asombro en la cara del Gato fluye en una<br />

carcajada ruidosa, el diario doblado en cuatro cae junto al short agrisado que yace<br />

sobre las baldosas coloradas, al lado de la cama, mientras el cuerpo desnudo del<br />

Gato se convulsiona sobre la sábana húmeda y sus carcajadas resuenan en la<br />

habitación enturbiada por la semipenumbra verdosa que dejan pasar, a través de la<br />

ventana, los árboles de la vereda. Durante por lo menos un minuto, las carcajadas<br />

del Gato resuenan en el dormitorio vacío hasta que, de un modo gradual, las<br />

convulsiones de su cuerpo desnudo van haciéndose más espaciadas, menos<br />

intensas, y por fin dejan de recomenzar. La habitación está otra vez en pleno<br />

silencio, desde hace unos segundos, cuando Elisa, que ha llegado desde alguna<br />

otra pieza sin hacer ruido, como si ni siquiera sus pies desnudos se hubiesen<br />

estado posando sobre las baldosas coloradas, aparece en el hueco rectangular de la<br />

puerta abierta. No tiene puesta más que la bikini y un pañuelo multicolor bien<br />

ceñido a su cráneo que recoge y oculta su cabello negro. Su cara lavada, sin<br />

maquillaje, es oval, llena, un poco blanda, y el tinte de la piel en todo su cuerpo<br />

tiene más que <strong>nunca</strong> la textura y el brillo del bronce amarillento, contra el que<br />

resalta la tela elástica de su bikini, de un naranja vivo atravesado de rayas negras,<br />

oblicuas. La expresión interrogante de Elisa muestra que ha oído las carcajadas del<br />

Gato y que ha venido hasta el dormitorio para averiguar su causa. El Gato le<br />

explica antes de que Elisa abra la boca: "Tomatis", dice. "¿No leíste el artículo?" Sí,<br />

ya lo leyó; y ¿no había visto que estaba lleno de invenciones disparatadas? no... tal<br />

vez; sí... tal vez. En fin, no; no estaba segura. ¿Y eso era lo que le había hecho tanta<br />

gracia? A su vez, Elisa sacude la cabeza y sonríe. Avanza a través de la habitación<br />

envuelta en la semipenumbra verdosa, y se sienta en el borde de la cama, casi a los<br />

pies del Gato. Dejando de sonreír y parando sus sacudimientos de cabeza, el Gato<br />

la contempla; las palabras que acaba de pronunciar, sus movimientos y su<br />

respiración, son los únicos signos que emanan, fugaces, del cuerpo plegado sobre<br />

el borde de la cama: de sus ojos oscuros parece salir también un brillo, algo<br />

indefinible, ubicuo y sin materia, al que es imposible acordar una significación<br />

precisa y que es también, como las palabras o el movimiento, una señal de vida.<br />

Casta y espesa, ahora que lo mira, la carne de bronce parece sostenida por esa<br />

emanación indefinible que flota a la altura de los ojos. Para probar su realidad, el<br />

Gato desplaza el pie y toca, con dedos inadecuados para el tacto, el muslo<br />

aplastado contra la sábana; los dedos, las uñas, recorren la piel que permite<br />

adivinar la tensión de los músculos, el conglomerado de nervios, venas, arterias,<br />

tejidos, arremolinados en torno al hueso impasible. En la rodilla pueden verse las<br />

costras disemi<strong>nada</strong>s como un archipiélago oscuro, de una herida seca; el dedo<br />

gordo las acaricia y la uña, deliberada, las raspa un poco. Pero la carne de bronce<br />

permanece inmóvil; ahora que Elisa ha bajado los ojos para seguir los movimientos<br />

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