Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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componerlas se intercalaba a su vez, en el lugar que se había asignado, entre dos<br />
muchachones. Los cuerpos ajenos eran para Dolmancé los elementos de una<br />
construcción personal: los iba poniendo, uno a uno, como un chico sus cubos de<br />
colores, en el lugar de su fantasía. Pretendía ir ordenando el mundo según su<br />
propia locura, hasta que llegaba un punto en el que el mundo se borraba y no<br />
existía más que la locura. Pero como el Caballero no era más que un simple cubo<br />
de colores en la construcción, le daba lo mismo quién disponía las formas y que el<br />
destino se confundiera con la locura de Dolmancé. Naturaleza, destino, locura:<br />
todo debía mezclarse en la cabeza del Caballero, en quien el deseo, del que deseo<br />
era un nombre convencional, borraba, subiendo hacia la piel, los límites. Debía<br />
serle difícil sin duda saber si deseaba porque sus objetos eran dignos de deseo, o si<br />
porque ante la convención universal de que esos objetos eran deseables no le<br />
quedaba otra alternativa que desear. ¿Por qué deseaba? ¿Por qué el vientre de<br />
Eugenia de Mistival, moviéndose con un ritmo regular gracias al impulso que le<br />
imprimían las caderas, despertaba en él el deseo? ¿Por qué ese cuerpo que se<br />
movía lo hacía desear? Podía ser, por ejemplo, que de ese movimiento calificado en<br />
general como obsceno, el Caballero dedujese el deseo subjetivo de Eugenia, lo que<br />
le hacía creer, a él que lo veía desde afuera, en la existencia universal del deseo, y<br />
por lo tanto en su propio deseo, pero también era posible que Eugenia, sin desear<br />
al principio <strong>nada</strong> en particular, adoptara actitudes consideradas obscenas porque,<br />
partiendo del principio de que el deseo existía ya en el Caballero y en los demás<br />
como una tendencia universal de la que no quería verse excluida, dedujese a su vez<br />
su propio deseo y actuase como si hubiese un deseo que motivara sus acciones. De<br />
todos modos, el deseo, del que deseo era un nombre convencional ya que se<br />
llamaba deseo a una serie indefinida de pulsiones y de representaciones que<br />
debían variar con cada individuo —Elisa, que duerme desnuda a su lado, se<br />
incorpora de un modo brusco, echando una mirada lenta y pesada a su alrededor,<br />
sin ser consciente del todo de lo que ve, y vuelve a aplastarse contra la sábana<br />
húmeda, durmiéndose de inmediato—, el deseo no debía hacerlo avanzar<br />
demasiado, en rigor de verdad <strong>nada</strong> en absoluto, ya que sin duda cada vez que se<br />
ponía en movimiento, que hacía crecer en él la excitación que lo llevaba hasta la<br />
trepidación del orgasmo, el Caballero debía admitir que cuando todo terminaba lo<br />
único que le quedaba era la sensación desagradable de no haber progresado <strong>nada</strong> y<br />
de encontrarse en el mismo lugar del que había partido. Ni un milímetro más<br />
adelante. Nada. Ni siquiera, como a Dolmancé o como a su hermana o como a la<br />
putita de Eugenia, le quedaba el consuelo de haber pisoteado, como parecía<br />
gustarle a sus amigos, la moral y la religión, porque el Caballero no daba la<br />
impresión de ser de esas personas que tuviesen que pisotear algo para poder<br />
sentirse a sus anchas en la vida o, por tratarse de un verdadero libertino, tal vez ya<br />
se había desembarazado de todo lo que otros trataban de pisotear. Nada. A cada<br />
nuevo recomenzar, el deseo de tocar un punto definitivo, un punto que lo<br />
cambiaría para siempre, a partir del cual se sentiría otro, diferente de lo que había<br />
sido .mies de llegar hasta allí, era sustituido después del orgasmo por la cenestesia<br />
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