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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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acomodado la almohada en la cabecera, está sacándose, por la cabeza, el vestido<br />

blanco. Sus tetas de bronce se sacuden pesadas, al ritmo de sus movimientos. Elisa<br />

acomoda con cuidado el vestido, lo dobla en dos y lo cuelga del respaldar de la<br />

cama. Las tiras de las sandalias que mantienen tensas las argollas de bronce<br />

apoyadas en el empeine se anudan en las pantorrillas después de entrecruzarse<br />

varias veces y la bombacha negra, exigua y transparente, deja ver un triángulo de<br />

negrura más intenso y protuberante entre las piernas. Cuando Elisa se da vuelta<br />

para colgar el vestido en el respaldar de la cama, el Gato observa que las nalgas<br />

blanquecinas escapan por debajo del elástico de la bombacha, que no alcanza a<br />

contenerlas del todo: dos franjas de carne espesa que forman un pliegue contra la<br />

parte superior de los muslos. Y cuando se inclina un poco, desplegando el vestido<br />

en el respaldar, el Gato ve que la tela transparente de la bombacha se estira, tensa,<br />

sobre la franja vertical que separa las nalgas: por un efecto extraño, la tela, que a<br />

causa de la tensión pierde negrura y se vuelve todavía más transparente, parece<br />

contener una especie de niebla difusa, color pizarra, que estuviese subiendo del<br />

desfiladero negro. Apoyando su vientre contra las nalgas ligeramente salientes por<br />

la inclinación de Elisa, y recogiendo en las palmas de las manos ahuecadas las tetas<br />

colgantes, el Gato murmura dos o tres palabras en el oído de Elisa que sacude la<br />

cabeza, riendo. Después el Gato se dirige a la mesa de luz, diciendo: "Como la de<br />

un caballo, sí", y recoge el libro. Cuando se da vuelta para salir de la habitación se<br />

detiene: en la sábana blanca que Elisa acaba de estirar pueden verse, en el centro de<br />

la cama, una casi pegada a la otra, como dos círculos de un diámetro no mayor al<br />

de una moneda de diez centavos, dos manchitas de sangre.<br />

X. No hay, al principio, <strong>nada</strong>. Nada. Las calles mudas, desiertas, cocinándose al sol<br />

y arriba, mustio, ceniciento, sin una sola nube, lleno de astillas ardientes, el cielo.<br />

Sobre los techos de las casas de una o dos plantas brillan, como<br />

incandescentes, las antenas de televisión. Los toldos de los comercios, rayados,<br />

anaranjados, azules, verdes, a lunares, protegen, esporádicos, tramos de las<br />

veredas. Pero su sombra es escasa, y como en el centro casi no hay árboles, y como<br />

es demasiado temprano —la una y media, a más tardar— las hileras de casas,<br />

rectas, que se interrumpen a cada bocacalle, no proyectan, sobre las veredas, más<br />

que una franja de sombra estrecha. De los zaguanes en penumbra no viene, a<br />

través de las puertas entor<strong>nada</strong>s, ninguna frescura. La tierra se acumula en los<br />

umbrales de los negocios cerrados por vacaciones y, en el piso de mosaicos, en el<br />

interior, puede verse disemi<strong>nada</strong> la correspondencia de una quincena, que el<br />

cartero ha ido deslizando día tras día por debajo de la puerta. Incluso los bares<br />

están vacíos: en el interior en penumbra, aparte de uno que otro mozo, del barman,<br />

del lavacopas, es raro ver algún cliente sentado a una mesa o acodado en el<br />

mostrador. Las aspas de los viejos ventiladores negros que cuelgan de los techos<br />

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