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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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un rato en la orilla a secarse y a fumar. No soplaba la más mínima brisa, <strong>nada</strong>.<br />

Había habido ese aire inmóvil, caliente, de mediodía que ahora, echado en la cama,<br />

recuerda casi con pánico: Tomatis y Elisa, sentados en frente, en la arena, se<br />

recortaban contra ese aire mineral, y el humo de los cigarillos subía, lento y<br />

terrible, hacia el sol cuya Iu/ ocupaba, árida, ardiente y metálica, todo el cielo.<br />

Secos, sacudiéndose la arena de los trajes de baño habían vuelto, lentos, al patio<br />

trasero. Tomatis había extendido la carne cruda sobre los papeles que la envolvían,<br />

en la mesa despejada, y se había puesto a salar las visceras, las costillas, la grasa.<br />

En un determinado momento había alzado un riñon partido en dos, y se había<br />

puesto a declamar, paródico y lento, como si estuviese improvisando, aunque se<br />

trataba, otra vez, de su estrofa satírica preferida después de varios meses: Antes que<br />

<strong>nada</strong> o mejor dicho primero / cantemos en honor del capitán Fontana / que transformó este<br />

mundo en un matadero / defendiendo la causa vegetariana. Sobre los pedazos de carne<br />

cruda dos o tres moscas verdes, enormes, se venían a asentar de tanto en tanto,<br />

indiferentes a los sacudones de mano rápidos y violentos que Tomatis daba para<br />

espantarlas. El había encendido el fuego, en la franja limpia del patio, entre los<br />

árboles del fondo bajo los que tascaba incesante el bayo amarillo y los yuyos<br />

resecos que se extendían casi hasta el borde de la galería y entre los que yacían, al<br />

sol centelleante, las baterías y las cubiertas fuera de uso, semienterradas y<br />

manchadas de barro reseco, y los dos tambores de aceite acanalados, oxidados, uno<br />

vertical y el otro acostado. Había ido a buscar leña al fondo del patio, detrás de los<br />

árboles, de la pila amonto<strong>nada</strong> contra el tejido de alambre, oculto y doblado por el<br />

peso de la madreselva, que marca el límite del terreno. Ahora piensa en la<br />

madreselva, en el olor de la madreselva que le viene a la memoria, y que se<br />

representa de un modo tan nítido que es como si estuviera olíendolo, aunque está<br />

echado en la cama, en la semipenumbra verdosa que irradia el sol de las cinco<br />

pasando a través de los árboles de la vereda. Durante unos segundos, la fuerza y la<br />

nitidez del olor son tan grandes que se pregunta si por casualidad Elisa no ha<br />

puesto un ramo de madreselvas en la pieza, y lo verifica echando una mirada<br />

rápida a su alrededor, hasta que, absorto y como maravillado por la presencia, en<br />

sus sentidos, de esa consecuencia sin causa, no advierte, sin embargo, que está<br />

oliendo de un modo tan intenso que todo él desaparece o se transforma, más bien,<br />

en el olor. Después eso pasa y se deja llevar, otra vez, por el ritmo, primario, de la<br />

memoria. Las imágenes que se representa son de nitidez relativa y diversa; se le<br />

imponen sin cohesión, fragmentarias: Tomatis, vestido de blanco, les hace un<br />

saludo con la mano y se instala en el asiento delantero del auto amarillo, junto al<br />

chofer que comienza a maniobrar para hacer girar el coche y ponerlo en dirección<br />

contraria a la playa, retomando el camino hacia la ciudad. Ahora está sentado<br />

frente a él, del otro lado de la mesa; las tres o cuatro copas de vino que ha tomado<br />

desde que ha comenzado a asar lo han puesto sudoroso y excitado. Mastica los<br />

primeros bocados de carne gorda con rapidez, llevándoselos uno tras otro a la<br />

boca, hablando sin parar: es tal vez ahora que le dice que el lunes a la noche habrá<br />

una partida clandestina de punto y banca y que, si quiere, lo puede acompañar. El<br />

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