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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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alejándose marcha atrás, a través del cerco de ligustros que separa el fondo del<br />

patio de la vereda. Tomatis había vuelto con el mismo paso desarticulado con que<br />

se había dirigido hacia el portón; como estaba descalzo, iba apoyando los pies con<br />

cautela, para no hacerse mal con las espinas, las ramitas, y los pedacitos de ladrillo<br />

que pululaban en el suelo de tierra; si por si acaso la planta del pie se apoyaba<br />

contra un cascotito de bordes demasiado agudos, todo su cuerpo se ponía a hacer<br />

contorsiones, y una vez hasta había debido detenerse, haciendo una mueca de<br />

dolor y más contorsiones que <strong>nunca</strong> y, cruzando la pantorrilla derecha contra la<br />

rodilla izquierda, se había arrancado una espinita clavada en el talón. Después<br />

había llegado caminando en puntas de pie y, volviendo a sentarse en la perezosa,<br />

había seguido inspeccionando la planta de su pie derecho para limpiarla de<br />

cuerpos extraños. Después había agarrado el mate que él le tendía y se había<br />

puesto a chuparlo: el oficial ese venía siempre al diario a pedir favores, porque<br />

formaba parte de la comisión de un club de remo y le gustaba la publicidad. Lo<br />

había encontrado un rato antes en la comisaría y el oficial, llamándolo aparte, a dos<br />

metros del cuerpo del Caballo, le había reprochado que en La Región salían muchas<br />

más noticias de un club rival que del suyo, y que la semana siguiente iría a verlo<br />

para que Tomatis hiciese publicar dos o tres artículos sobre las actividades de su<br />

club. Tomatis, al devolverle el mate, había hecho un gesto de desdén<br />

inconmensurable: no me asombra que después tiren al montón, había dicho. Casi<br />

en seguida se había puesto a explicar las razones de su presencia en el pueblo. El<br />

director lo había llamado a las ocho y media de la mañana —"A las ocho y media<br />

de la mañana, ¿te das cuenta?", había repetido Tomatis, haciendo girar el índice de<br />

la mano izquierda alrededor de la sien— para decirle que la primera nota le había<br />

parecido una maravilla. Y justo en ese momento, por el otro teléfono, le habían<br />

comunicado al director la ejecución del comisario. El director le había pedido<br />

entonces que viniese al pueblo con el cronista de policiales para ver qué pasaba. El<br />

sin vacilar un segundo había aceptado, ya que había visto la ocasión de matar dos<br />

pájaros de un tiro; por un lado, la nota sobre la ejecución; por el otro, un asadito en<br />

lo del Gato. Había ido a buscar la carne hasta María Selva, en un mercadito de la<br />

calle Pedro Centeno al que se le podía tener confianza. El Caballo no había muerto<br />

en vano —Tomatis había acompañado esta última declaración de una risita rápida<br />

y un fruncimiento rítmico y repetido de la frente bronceada. Por desgracia, existía<br />

también la parte negativa de las cosas; a las cuatro pasarían a buscarlo para<br />

llevárselo de vuelta al diario, ya que debía ir a cerrar la página literaria dominical.<br />

Al terminar la mateada habían ido los tres a darse un chapuzón en el río. Habían<br />

salido a la vereda, pasando junto al coche negro estacionado casi de punta contra la<br />

cuneta, cubierto de polvo blanco del mismo modo que los árboles coposos que lo<br />

protegían del sol, habían descendido el declive que lleva a la playa, habían<br />

atravesado la extensión amarilla, y se habían detenido un momento al borde del<br />

agua. Durante varios minutos, en la playa desierta que se calcinaba en el horno<br />

luminoso de mediodía, habían resonado los gritos, las risas, y los ruidos espesos y<br />

acuáticos de los chapuzones y de las brazadas. Al salir del agua, se habían sentado<br />

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