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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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lo probaba el hecho de que a pesar de sus continuas titilaciones podía verse entre<br />

uno y otro una línea negra, delgadísima. Hasta donde su vista pudiera alcanzar, es<br />

decir, todo el horizonte visible, la superficie que lo rodeaba, en la que ya no era<br />

posible distinguir el agua de las orillas, parecía haberse pulverizado y la infinitud<br />

de partículas que se sacudían ante sus ojos no poseían entre ellas la menor<br />

cohesión. Hubiese podido comparar lo que veía a un vestido cubierto de<br />

lentejuelas, si no le hubiese parecido recordar que las lentejuelas aparecen cosidas<br />

y como encimadas unas a otras casi con la misma disposición que las escamas en el<br />

cuerpo de un pescado. Esos puntos luminosos, por el contrario, no formaban<br />

ningún cuerpo, sino que eran una infinitud de cuerpos minúsculos, como un cielo<br />

estrellado, con la diferencia de que el vacío negro entre los puntos luminosos era<br />

una rayita delgadísima, apenas visible, o más bien una finísima circunferencia<br />

negra, porque la profusión de puntos luminosos que lo rodeaban transformaba el<br />

espacio negro que los envolvía en una circunferencia. De ese espacio precario<br />

emergía, tiesa e inmóvil, la cabeza del bañero, que flotaba rígida y en plano<br />

inclinado y que aparecía rodeada de esos puntos luminosos, algunos de los cuales<br />

titilaban incluso entre sus cabellos o sobre su barba de tres días. El bañero, que<br />

había pasado casi literalmente su vida en el agua, no había visto <strong>nunca</strong> <strong>nada</strong><br />

semejante. Y, de golpe, en ese amanecer de octubre, su universo conocido perdía<br />

cohesión, pulverizándose, transformándose en un torbellino de corpúsculos sin<br />

forma, y tal vez sin fondo, donde ya no era tan fácil buscar un punto en el cual<br />

hacer pie, como uno podía hacerlo cuando estaba en el agua. Sentía menos terror<br />

que extrañeza —y sobre todo repulsión, de modo que trataba de mantenerse lo<br />

más rígido posible, para evitar todo contacto con esa sustancia última y sin<br />

significado en la que el mundo se había convertido. No se oía ningún ruido, o si<br />

había algo, un rumor, un susurro, palpitaciones, o un tintineo casi inaudible tal vez<br />

que dejara entrever que esos corpúsculos se entrechocaban, el bañero no lo<br />

escuchaba, absorto como estaba en la contemplación y en las conclusiones que<br />

podía sacar del espectáculo que se presentaba ante sus ojos. El motor de la lancha<br />

de control, que ronroneaba apagado en el amanecer, no lo sacó tampoco de su<br />

contemplación y viéndola aproximarse, cortar la superficie con su proa blanca —<br />

toda contami<strong>nada</strong> también de puntos luminosos— el bañero se preguntaba cómo<br />

diablos podía progresar en ese medio inconexo, cambiante, precario, que flotaba a<br />

la deriva en el vacío. Sin dar muestras de pánico, sin precipitación, sacó el brazo a<br />

la superficie y lo estiró hacia la lancha, haciendo con la mano movimientos<br />

imprecisos para indicar que lo alzaran, pero mientras lo iban subiendo, con correas<br />

que le habían pasado por las axilas y que iban tirando desde la lancha, el bañero se<br />

mantenía todavía rígido, silencioso, y sus ojos seguían clavados en esa luz<br />

pulverizada que constituía todo el horizonte visible. De la lancha lo habían llevado<br />

a una clínica, porque parecía haber perdido completamente el habla. Los médicos<br />

atribuyeron su estado a una fatiga desmesurada —la verdad es que el<br />

entrenamiento había sido intenso y el bañero ya no estaba en su primera<br />

juventud— pero el bañero, que se limitaba a hablar muy poco y a valerse más bien<br />

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