Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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once lustroso. La posición la obligaba a mantener las piernas entreabiertas: el<br />
vértice que formaban en el fondo las piernas separadas mostraban una hendija<br />
rojiza. Los pelos negros dejaban lugar a una zona estrechísima en la que el tajo<br />
vertical mostraba, entre dos protuberancias rugosas, su revés. Pliegues y pliegues,<br />
superpuestos, postigos elásticos de ventanas puestas unas detrás de otras en el<br />
largo corredor rojizo. Pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más<br />
pliegues todavía. Y así al infinito. "Ya vas a ver, ya vas a ver cómo ahora", volví a<br />
decirle, "ya vas a ver cómo ahora te voy a hacer, para que veas." Pero <strong>nada</strong>, de<br />
nuevo: los mismos gemidos, la misma convulsión común, sin llegar a ninguna<br />
parte, de modo que cuando estuvimos acostados uno al lado del otro, otra vez,<br />
fumando, sin hablar, no habíamos como quien dice avanzado <strong>nada</strong>. Después Elisa<br />
se levantó y preparó una jarra de limo<strong>nada</strong>. Andábamos desnudos por la casa,<br />
errabundeando, cada uno con su vaso de limo<strong>nada</strong> que volvía a llenar de la jarra<br />
que descansaba sobre el mantel cuadriculado blanco y azul, lleno todavía de las<br />
migas ya endurecidas del almuerzo. Por fin me volví a poner el short, ensillé el<br />
bayo amarillo, y lo fui a varear. La desconfianza con que vio que me aproximaba se<br />
volvió furia, e incluso espanto, cuando me puse a ensillarlo y sobre todo cuando lo<br />
monté. Salimos sin embargo despacio, con un trote nervioso. Después galopamos<br />
por la orilla del agua, río abajo, dejando atrás la casa blanca, la playa en la que los<br />
bañistas se daban el remojón del atardecer; íbamos hacia el gran fondo rojo del<br />
cielo, donde más allá de los montecitos, de las islas, del agua y de los pueblos se<br />
levanta, desierta, ardiente, la ciudad. El bayo amarillo se estremecía entre mis<br />
piernas, y el aire, por primera vez después de muchos días me golpeaba, cálido, en<br />
la cara. Íbamos veloces por esa tierra muda sin otro fin preciso que el de<br />
acecharnos uno al otro y medirnos, en guerra sorda. Y cuando volvíamos, al galope<br />
primero, al trote lento después, ya más próximos de la casa, los bañistas se<br />
detenían y daban vuelta la cabeza para vernos llegar. Entramos en el patio trasero,<br />
enloquecidos por los mosquitos, palpitantes y sudorosos. Desmonté y lo liberé de<br />
la silla. Y ahora que salgo a la galería, recién bañado, recién afeitado, con el vaso de<br />
vino blanco en la mano, hacia Elisa que, mientras toma, sentada en la perezosa de<br />
lona anaranjada me sonríe vacua, con los ojos, por encima de su propio vaso, me<br />
doy cuenta de que, desde la penumbra azul, más densa que en el resto del patio,<br />
acumulada bajo los eucaliptos, mancha amarilla móvil y constante, dejando por un<br />
momento de masticar, lento, parsimonioso, de perfil, me contempla.<br />
V. No hay, al principio, <strong>nada</strong>. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga y<br />
detrás, más allá de la playa amarilla, con sus ventanas y sus puertas negras, el<br />
techo de tejas reverberando al sol, la casa blanca. Sofrenando el bayo amarillo un<br />
momento en la cima de la barranca, el Ladeado mira, sin parpadear, durante un<br />
momento, en dirección a la casa: la parte izquierda está sumida bajo los árboles<br />
coposos de la calle que baja, en declive, hacia el río. El resto refulge al sol. Una<br />
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