Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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imágenes de colores. Después alza la cabeza y permanece durante uno o dos<br />
minutos con la vista fija en el vacío, sin ningún pensamiento preciso, sin siquiera el<br />
recuerdo abigarrado de la lectura reciente ni ningún otro recuerdo más antiguo,<br />
sustituyéndose a las imágenes de colores en el centro claro de su conciencia. Su<br />
cuerpo, fofo y laxo, como si estuviese hecho de arena o algodón, no parece menos<br />
abandonado o caído, más bien, en ese vacío. Ni siquiera pestañea: los ojos, abiertos,<br />
que no ven <strong>nada</strong>, no parecen reflejar tampoco ningún pensamiento. Está<br />
completamente vacío, y sus facultades, en suspensión, o sin ninguna tensión, más<br />
bien, parecen haberlo dejado en ese olvido: como una marioneta de la que yacen,<br />
en el suelo, brazos y piernas, inmóvil y enredada en todos sus hilos. Después el<br />
bañero se sacude, como sobresaltándose, se yergue, y apoya la espalda y la cabeza<br />
encasquetada contra el tronco del árbol. Las manos reposan contra las imágenes de<br />
colores de la revista de historietas puesta sobre los muslos en declive, gruesos, que<br />
le sirven de atril.<br />
De su memoria viene, sin razón aparente, un recuerdo: en la época en que era<br />
todavía campeón provincial de permanencia en el agua, quince años atrás, el<br />
bañero estaba en el río después de setenta y seis horas. El conocía ese río; y los<br />
riachos y los arroyos que venían de otras partes a volcarse en él, o que salían de él,<br />
trazaban una serie de curvas caprichosas, formando islas en el medio, y volvían a<br />
entrar en la corriente poderosa. Después de setenta y seis horas, él estaba en esa<br />
corriente, no en uno de los brazos, sino en el centro mismo del gran río, desde<br />
donde apenas si se divisaban las orillas. Flotando, derivando, en el agua profunda,<br />
color caramelo, en el amanecer de octubre, sin otra cosa a su alrededor que el agua<br />
vista a ras de la superficie, a la que no asomaba más que su cabeza un poco<br />
adormecida por la corriente. Esas setenta y seis horas eran apenas el comienzo de<br />
su raid; era su tercer amanecer en el agua. Había visto, sobre el agua en<br />
movimiento, el sol verdoso y la luna roja, día tras día, mostrarse en el horizonte,<br />
subir despacio en el cielo, ir declinando poco a poco y desaparecer. El bañero hacía<br />
la plancha plácido de cara al sol o al cielo estrellado. Sabía que en las orillas los<br />
curiosos debían estar poniéndose en puntas de pie para tratar de divisarlo en<br />
medio del agua, cuya corriente, a la que no oponía ninguna resistencia pero a la<br />
que no ayudaba tampoco con sus esfuerzos para no cansarse demasiado, lo iba<br />
haciendo derivar, como a un tronco, río abajo; a veces una canoa, cargada con dos<br />
o tres simpatizantes, se aproximaba cortando el río en diagonal y se detenía a unos<br />
pocos metros, unos minutos, el tiempo necesario como para que sus tripulantes<br />
profiriesen algunas palabras de aliento a las que él respondía con sonrisas vagas y<br />
con expresiones indecisas, evitando hablar para ahorrar energías. Después veía<br />
alejarse la canoa con la misma sonrisa penosa, como la de un enfermo o la de un<br />
inválido, has—la que la comían las orillas. La lancha de control evolucionaba en los<br />
alrededores y de vez en cuando, por la borda, se inclinaba hacia él la cabeza<br />
cubierta por una gorra o un sombrero, de uno de los organizadores o de algún<br />
periodista: dos o tres veces había sido su propia mujer que, sonriendo, le mostraba<br />
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