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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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luz parda. La casa es más vaga, más lejana; de los árboles, no se sabe si están o no;<br />

el río sigue corriendo, pero en otra parte. Esa luz pardusca es justamente como un<br />

río translúcido en cuyo fondo, al que no llega ningún ruido, él estuviese<br />

depositado. Transcurre un instante en el que ningún instante transcurre. "No es<br />

posible", se dice el bañero. "No es posible que no transcurra <strong>nada</strong>. Algo tiene que<br />

transcurrir." Y sin embargo sabe, percibe que no transcurre <strong>nada</strong>. Se siente como si<br />

estuviese mirando el instante con una lupa enorme, que produce un aumento de<br />

tales proporciones que el punto del instante que él está contemplando, por estar<br />

tan alejado de los bordes que continúan transcurriendo, permanece inmóvil y sin<br />

transcurrir. El bañero no quiere que transcurra porque sabe que cuando el devenir<br />

alcance el punto inmóvil, él comenzará a deslizarse, a la vez, y de un modo<br />

paradójico, hacia arriba y hacia abajo, hacia adelante y hacia atrás, hacia la derecha<br />

y hacia la izquierda, descuartizado. Al mismo tiempo en los dos sentidos opuestos:<br />

no en uno o en otro, sino en los dos a la vez. El terror oscuro da paso, casi en<br />

seguida, a la maravilla: el bañero, ahora, percibe que se hunde, pero ¿cómo es<br />

posible?, a la vez, hacia adelante y hacia atrás, que el instante que ha estado<br />

contemplando inmóvil y que es uno, uno solo, fluye en los dos sentidos a la vez, al<br />

mismo tiempo. En esa luz parda que borra un poco los contornos de las cosas —<br />

pero ya no sabe muy bien dónde está, y la convicción de que está sentado contra el<br />

árbol y que tiene frente a sí el gran espacio abierto, con la casa y el río, y unos<br />

árboles vagos en el fondo, lo abandona. Ahora tiene más bien la impresión de que<br />

no está en ninguna parte conocida, o, lisa y llanamente, en ninguna parte.<br />

De un modo brusco, el bañero alza la cabeza, sobresaltado, y abre los ojos. El<br />

diario abierto cruje, nítido, sobre sus rodillas. Durante unos pocos segundos, la<br />

somnolencia que lo asalta de un modo invariable después de comer, se ha<br />

convertido en un sueño rápido, livianísimo, del que ha salido casi en el momento<br />

mismo en que cayó. Pero en el gran espacio abierto, inundado de luz amarilla, que<br />

se abre ante sus ojos, no hay en realidad ningún signo perceptible que pueda darle<br />

alguna idea precisa de la duración de su sueño. No sabe que no ha durado más que<br />

unos pocos segundos; la perplejidad que lo gana se convierte, poco a poco, en<br />

desinterés. La fachada blanca, al fondo, reverbera en la luz cruda, implacable, de<br />

febrero, el mes irreal, que viene para poner, como una cifra del tiempo entero, en el<br />

tapete, la evidencia. A pesar del sudor que atraviesa su cara y su cuello, dejando<br />

rastros atormentados, el bañero se siente, después de su sueño de duración<br />

incalculable, un poco más fresco que cuando ha terminado de comer, y con ganas<br />

de continuar la lectura de su diario que ha debido interrumpir, esa mañana, con la<br />

llegada de los primeros bañistas. Por empezar, el bañero relee, en la sección<br />

policiales, la crónica que narra el asesinato del caballo blanco en Rincón, el jueves a<br />

la noche. Ayer el peón del criadero se lo ha contado: el más hermoso caballo de<br />

toda la zona, que estaban preparando para Las Flores y para colmo asegurado. El<br />

dueño, que es un ricachón, estuvo yendo y viniendo, ayer a la mañana, de su casa a<br />

la comisaría. La crónica del diario es más escueta, más circunspecta: por décima<br />

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