Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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caballo quiebra la superficie con pericia y mesura. El Gato alza la cabeza y<br />
contempla el espacio a su alrededor; no hay <strong>nada</strong>, <strong>nada</strong>. El río liso, sin una sola<br />
arruga, la arena amarilla, y del otro lado, en la luz del crepúsculo que comienzan a<br />
enturbiar los mosquitos y que la proximidad de la noche no refresca, vacía, la<br />
vegetación enana enmarañada al borde del agua, dos sauces llorones inclinados<br />
con su ramaje que cuelga blando hacia el río, la barranca amarilla que baja hacia la<br />
costa en un declive imperceptible, medio comida por el agua, la isla.<br />
VII. Es la tierra, y el aire, y el fuego, y el agua. Y las viejas baterías, y las viejas<br />
cubiertas, y los tambores de aceite, también. Enceguecen. Ese animal que me<br />
contempla, parsimonioso, desde el fondo, ahora que salgo a la galería, recién<br />
bañado, recién afeitado, con el vaso de vino blanco en la mano, hacia Elisa, que me<br />
sonríe de un modo vacuo, desde la perezosa, mientras toma, es sin duda un poco<br />
más real que yo, un poco más denso —y sin duda lo sabe. Hay una calma inmensa:<br />
desde la playa, en la luz azul, plagada de mosquitos y de un estridor de cigarras,<br />
ya no llega, o casi, a esta hora, ninguna voz: los pocos ruidos, los gritos apagados,<br />
se demoran en el anochecer lento y sin viento, atenuados por un silencio que es<br />
más fuerte que todas las voces y que lodos los ruidos. Enceguecen, porque no<br />
ocultan <strong>nada</strong>. La mirada rebota, vuelve a fijarse, y vuelve a rebotar, en el espacio<br />
de febrero, en el mes irreal, que adviene para poner, como una cifra del tiempo<br />
entero, en el tapete, la evidencia. No cosas, sino grumos, nudos fugaces que se<br />
deshacen, o van deshaciéndose a medida que se entrelazan y que se vuelven, de<br />
inmediato, en un abrir, por decir así, y cerrar de ojos, a entrelazar. Me bajé del<br />
caballo, lo até a un aromo, y me interné entre los árboles enanos que brotan de la<br />
tierra amarillenta. El suelo arenoso, lleno de cráteres blandos que se desmoronaban<br />
a la presión de mis alpargatas, iba, a medida que me alejaba del agua, cubriéndose<br />
de pasto ralo, hasta que me interné en la maleza: me llegaba por lo menos hasta las<br />
rodillas. Iba chasqueando bajo mis pies. No se escuchaba ningún otro ruido aparte<br />
del chasquido de mis pasos entre la maleza que, cuando yo me paraba, se paraba a<br />
su vez no sin antes resonar y repercutir todavía unos segundos más en la memoria<br />
antes de que el silencio volviese a hacerse por completo. Cada chasquido de mis<br />
alpargatas contra las hojas calci<strong>nada</strong>s, saliendo de la <strong>nada</strong>, se ponía a vibrar y a<br />
resonar por un momento para volver a hundirse, entre cesuras sin medida, otra<br />
vez, antes de volver a renacer, en la <strong>nada</strong>. Caminando, despacio, parándome por<br />
momentos, dejé atrás la maleza apretada y desemboqué en un campo de espartillo;<br />
entre cada mata, alta, de un verde oscuro, las hojas afiladas y estrechas y tan largas<br />
que crecían un poco hacia arriba y después se doblaban hacia la tierra, el suelo<br />
blanquecino, menos arenoso y más firme que en la proximidad del agua, parecía<br />
relumbrar en la última luz de la tarde o reverberar todavía al calor acumulado del<br />
día o del verano entero. El campo estaba frente a mí: las matas espesas, oscuras, de<br />
hojas afiladas, que ya no echaban sombra, separadas entre sí por dos o tres metros<br />
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