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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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del pie que la roza, los párpados, bajando a su vez, interceptan la emanación<br />

húmeda, llena de brillos intermitentes, y el cuerpo parece cerrarse sobre sí mismo,<br />

macizo, externo y definitivo, hasta tal punto que el Gato, retirando el pie, cierra<br />

también los ojos y se inmoviliza.<br />

XIV. Como en un planeta desierto, como en un desierto, no se oye <strong>nada</strong>. La playa<br />

está vacía. Por alguna razón desconocida, los bañistas dominicales no se han<br />

presentado. <strong>Nadie</strong> se ha extendido sobre toallas de colores a tomar sol, nadie se<br />

pasea por la playa, nadie se humedece los pies en la orilla, nadie <strong>nada</strong>. Ni siquiera<br />

el bañero, que sabe estar ya en su puesto desde las nueve, e incluso desde más<br />

temprano los domingos, parece haber venido esta mañana. En frente, la isla baja,<br />

polvorienta, con su declive que viene, suave, hacia el agua, se calcina al sol de las<br />

diez, el sol único, terrible, de febrero, que desnuda todo con su luz cruda, árida,<br />

móvil y sin fondo como un maelstrom amarillo. Ante mí, más allá del espacio<br />

abierto de la playa, del río, que parece inmóvil, está la isla baja y polvorienta —es<br />

la isla baja, polvorienta, que se calcina al sol de febrero, contra un cielo sin nubes,<br />

liso, del que no es azul más que la parte cercana al horizonte, porque el resto<br />

parece hendido hasta el infinito por esas astillas arduas y centelleantes. Es esa isla<br />

baja y polvorienta en el silencio de esto que llamo la mañana.<br />

La pava de aluminio está apoyada en el reborde de la ventana, la mitad<br />

interna de la pared que el marco negro divide en dos. La levanto y lleno, despacio,<br />

el mate tibio que sostengo en la palma ahuecada de la otra mano. Cuando la<br />

espuma verde y tornasolada llega a ras del orificio del mate, deposito la pava sobre<br />

el reborde de la ventana, me pongo la bombilla entre los labios, y empiezo a<br />

chupar. El sabor, amargo, del mate me llena la boca y el líquido, caliente, que me<br />

hace sudar y va como barriendo los restos de sueño, pasa por mi garganta, hasta<br />

que las últimas chupadas, que hacen subir por la bombilla a la boca cada vez<br />

menos líquido, terminan produciendo, en el fondo del mate, un murmullo ronco y<br />

apagado.<br />

Ante mí, más allá del espacio abierto de la playa, del río, que parece inmóvil,<br />

está la isla baja y polvorienta —es isla baja, polvorienta que se calcina al sol de<br />

febrero, contra un cielo sin nubes, liso, del que no es azul más que la parte cercana<br />

al horizonte, porque el resto parece hendido hasta el infinito por esas astillas<br />

arduas y centelleantes. Es esa isla baja y polvorienta en el silencio de esto que<br />

llamo la mañana.<br />

La pava de aluminio está apoyada en el reborde de la ventana, la mitad<br />

interna de la pared que el marco negro divide en dos. La levanto y lleno, despacio,<br />

el mate tibio que sostengo en la palma ahuecada de la otra mano. Cuando la<br />

espuma verde y tornasolada llega a ras del orificio del mate, deposito la pava sobre<br />

el reborde de la ventana, me pongo la bombilla entre los labios, y empiezo a<br />

chupar. El sabor, amargo, del mate me llena la boca, y el líquido caliente, que me<br />

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