Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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infinito y siempre renovado no pasaba de ser una simple propuesta programática y<br />
que, en la práctica sudorosa, la realidad imponía sus leyes rigurosas, condenando a<br />
los participantes a una monotonía ajena a toda contingencia, y al regreso periódico<br />
y sistemático de las mismas sensaciones. En la proximidad del orgasmo, las frases<br />
hechas salían de sus bocas tan sólidas y redondas, como si hubiesen estado<br />
escupiendo los dientes, cuya forma regular y universal podía reconocerse de<br />
inmediato: éste era un molar, éste un premolar, éste un canino. Para ocultar el<br />
rubor del fiasco, los participantes se ponían a hablar, teorizando: si habían pasado<br />
la tarde entera a inundarse de esperma, a introducir un tremendo miembro en el<br />
culo del vecino y a saborear los excrementos de esas damas encantadoras, era para<br />
no destruir el equilibrio de la naturaleza y para ayudar a las revoluciones sociales a<br />
realizarse hasta sus últimas consecuencias. Generalizaciones y discursos<br />
pedagógicos, destinados a instruir a Eugenia, menudeaban después de cada<br />
orgasmo colectivo. El Caballero debía esperarlos con impaciencia y escucharlos con<br />
alivio: eran minutos de tranquilidad descontados de la noria carnal. La naturaleza,<br />
las costumbres, la religión, cían el tema predilecto de las conversaciones, aparte del<br />
estudio minucioso de diferentes técnicas y prácticas sexuales, desti<strong>nada</strong>s a<br />
perfeccionar los momentos de placer. El Caballero, que al final debía terminar<br />
exaltando los sentimientos puros y confesando que se prestaba a las<br />
manipulaciones de sus amigos por simple simpatía y buena educación, mostrando<br />
de ese modo que se había mantenido todo el tiempo un poco aparte del grupo, no<br />
podía plantearse el problema tal como saltaba a la vista: en el elogio gradual que<br />
iba de la cópula al asesinato, pasando por la masturbación, la succión, la sodomía,<br />
la coprofagia, el masoquismo y el sadismo, su hermana la señora de San Ángel y el<br />
bufarrón Dolmancé, que eran los teóricos entusiastas de esas actividades,<br />
confesaban de un modo implícito su fracaso, ya que al último estado de<br />
voluptuosidad, el asesinato, se llegaba justamente a causa de la imposibilidad de<br />
obtener un goce pleno en los estadios inferiores. Se comían los excrementos del<br />
vecino porque retirarlos de su culo con el miembro y con los dedos no<br />
proporcionaba suficiente placer. Se le chupaba el miembro porque friccionárselo<br />
con la mano se transformaba en seguida en un acto mecánico. Se golpeaban las<br />
nalgas de Eugenia de Mistival hasta hacérselas sangrar porque Eugenia se<br />
mostraba demasiado bien dispuesta a dejarse penetrar por adelante y por atrás, lo<br />
cual la volvía, paradójicamente, más impenetrable y más evasiva, porque una vez<br />
que se la había penetrado por adelante y por atrás, se comprobaba que no se había<br />
obtenido ningún resultado decisivo y que sin embargo ya no quedaba <strong>nada</strong> que<br />
penetrar. Se llegaba al asesinato por desesperación y sobre todo, para salir de la<br />
esfera de la sexualidad que, como lo probaban las diferentes prácticas, no daba<br />
ninguna satisfacción. Había que recomenzar siempre, no para repetir un placer ya<br />
experimentado, como se pretendía teorizar, sino para ver si se lo experimentaba de<br />
una buena vez. La pruebas de que no se trataba de repetir un placer ya<br />
experimentado era que había habido una primera vez de realización del acto y que<br />
esa primera vez carecía de todo tipo de referencia empírica. Tampoco debía<br />
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