Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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oscuridad, entre las viejas baterías y las cubiertas podridas, se han ido<br />
aproximando al bayo amarillo viendo, con mayor nitidez a medida que se<br />
aproximaban, el resplandor apagado que emitía el pelo amarillento del caballo.<br />
Elisa lo ha palmeado en el cuello con suavidad, mientras el Gato, manteniéndose a<br />
distancia, observaba en voz alta que la inmovilidad total del caballo, semejante a la<br />
de un hombre pegado contra la pared de un túnel mientras pasa a su lado una<br />
locomotora a toda velocidad, era un signo de miedo y desconfianza. No había<br />
parecido moverse, en efecto, ni un solo músculo del caballo, mientras se habían ido<br />
aproximando ni durante los minutos en que estuvieron a su lado. Pero cuando se<br />
pusieron a caminar de vuelta hacia la casa, entre los yuyos resecos que<br />
chasqueaban en la oscuridad, habían comenzado a oír, otra vez, los sacudimientos<br />
metálicos de la cola y el ruido de los vasos chocando contra la tierra, como si todo<br />
el cuerpo amarillento se hubiese distendido cuando los extraños se alejaban. Han<br />
entrado en la casa, dejando atrás el patio y la galería y apagando la luz de la cocina<br />
al pasar hacia las habitaciones interiores. En la habitación principal, mientras oía<br />
orinar a Elisa en el cuarto de baño, el Gato, de pie junto a la mesa grande, se ha<br />
puesto a hojear la guía telefónica y a barajar, con aire distraído, los primeros sobres<br />
escritos. Después ha pasado a la habitación contigua y, sin encender la luz, se ha<br />
puesto a mirar por la ventana abierta en dirección a la playa oscura: deben<br />
transcurrir todavía uno o dos minutos antes de que pueda empezar a distinguir, en<br />
la gran masa negra, formas confusas de espesor diverso, cada una con su<br />
intensidad de negrura particular, hasta que empiezan a ser reconocibles la<br />
extensión grisácea de la playa, el río como una lámina de metal negro que emite<br />
aquí y allá unos reflejos débiles, los árboles enanos de la isla como un telón sin<br />
profundidad cuyo borde superior tortuoso pretendiera representar la silueta de<br />
una hilera de árboles recortada en una gran plancha de madera terciada pintada de<br />
negro. El Gato ha buscado en vano signos de la presencia de la pareja en la parte<br />
visible de la playa, si es cierto que han oído, mientras comían, el ruido del motor<br />
viniendo desde el centro del pueblo y quizá desde el camino de asfalto y<br />
maniobrando después en la entrada de la playa, y después el ruido de las puertas<br />
al abrirse y al cerrarse, y las voces y las risas del hombre y la mujer, la fuente de<br />
esos ruidos parecía en ese momento aniquilada. Pero desde la ventana la entrada<br />
de la playa no es visible, y una gran extensión, en la parte de las parrillas y entre<br />
los árboles ralos, no puede verse desde ahí. El Gato ha abierto la puerta que da<br />
sobre la playa y ha salido afuera, dejándola entreabierta detrás suyo. Avanzando<br />
unos pasos sobre el suelo arenoso ha podido divisar, en la entrada de la playa,<br />
inclinado desde la cima de la calle aterraple<strong>nada</strong> hacia el declive que conduce a la<br />
extensión de arena, un gran coche blanco que se recorta nítido en la oscuridad.<br />
Pero por más que ha tratado de escrutar la oscuridad no ha visto el menor rastro<br />
de sus ocupantes.<br />
Justo en el momento en que entra al dormitorio para buscar el libro que<br />
Pichón le ha mandado de Francia, Elisa, que ha estirado con prolijidad la sábana y<br />
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