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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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altura de la boca, hacia sus labios entreabiertos, acompañando su ademán de una<br />

mirada interrogativa, para saber si Elisa ha traído algo de comer.<br />

—Hay de todo —dice Elisa, sonriendo y dirigiéndose hacia el coche negro. El<br />

Gato señala las dos cajas de cartón acomodadas en el asiento trasero.<br />

—¿Más simonías?<br />

—Sí. Los sobres y la guía telefónica —dice Elisa,<br />

—¿Y el libro de Pichón? —dice el Gato.<br />

—Está entre los sobres.<br />

—Muuuuy bien—dice el Gato, parodiando la entonación de un maestro de<br />

escuela que estuviese dirigiéndose a un alumno que ha repetido de un modo<br />

correcto su lección.<br />

Lo que va en la heladera —carne, legumbres, frutas a la heladera; el resto<br />

queda en la caja de cartón, en un rincón de la cocina, detrás de la puerta que da a la<br />

galería: Elisa y el Gato acomodan los alimentos, se sirven un vaso de vino blanco y<br />

salen a la galería. El contraste entre la penumbra de la cocina y la luz cruda del<br />

exterior los hace parpadear. Más allá de la galería están los tambores de aceite,<br />

oxidados y acanalados, uno vertical, el otro acostado, y después vienen las balerías<br />

viejas, semienterradas, y las cubiertas podridas, manchadas de barro seco, que<br />

yacen entre los yuyos resecos, exangües; y en el fondo, bajo los eucaliptos, en la<br />

parte de terreno limpia de pasto —que el Gato y Tomatis, observa Elisa, se habían<br />

puesto a desbrozar inexplicablemente una mañana, interrumpiendo su trabajo con<br />

la misma brusquedad con que lo habían comenzado, de modo tal que al revés de<br />

todos los patios traseros del universo, la parte del fondo estaba limpia y la parte<br />

delantera invadida por la maleza— manchado por las perforaciones de luz que se<br />

cuelan entre las hojas, el bayo amarillo, que los contempla, y del que únicamente la<br />

cola se mueve, con un ritmo regular y acompasado.<br />

—Don Layo me lo mandó para protegerlo del asesino —dice el Gato—. Pero<br />

tengo la impresión de que él preferiría que lo protejan de mí. No me puede ni ver.<br />

Avanzan hacia el fondo. Los yuyos altos, que chasquean, castigan un poco las<br />

pantorrillas de Elisa; el Gato se le adelanta un par de metros, mirando fijo hacia el<br />

caballo. Elisa lo sigue negligente, y cuando el Gato se detiene a dos o tres metros<br />

del animal, Elisa se detiene a su vez, toma un trago de vino, y recomenzando su<br />

marcha llega junto al Gato y se vuelve a parar. El bayo amarillo está de cara a ellos,<br />

enfrente, plantado con esa asimetría propia de los caballos: las patas, torcidas en<br />

las articulaciones, demasiado flacas en relación con el volumen del cuerpo,<br />

ligeramente zambo, y la cabeza, sobre todo, debido al cuello largo, que da la<br />

impresión de venir mal colocada en relación con el resto del cuerpo, un poco al<br />

costado, de modo que es la paleta y la curva del abdomen, que oculta el cuarto<br />

trasero, lo que la cabeza deja ver. Entre las orejas separadas cae un flequillo de crin,<br />

más claro que el resto del cuerpo. El bayo amarillo, ante la proximidad de sus<br />

visitantes, se ha puesto rígido, inmóvil; únicamente la cola lo traiciona: de vez en<br />

cuando, como un péndulo, aparece, atrás, desplegada, del mismo color que las<br />

crines que caen en flequillo entre las orejas, y vuelve a desaparecer para reaparecer<br />

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