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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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minutos, u hora y cuarto, u hora y media quizás. Salí a la galería y me paré un<br />

momento al sol, hasta que llegó el coche negro. Así supe que era sábado. Ayudé a<br />

Elisa a bajar las dos grandes cajas de cartón llenas de sobres blancos, la guía<br />

telefónica, y los alimentos para el fin de semana. Entre los sobres estaba el libro<br />

que Pichón mandó de Francia. El trabajo para la agencia consistía esta vez en lo<br />

siguiente: copiando la guía telefónica por orden alfabético, yo debía escribir las<br />

direcciones en los sobres blancos y devolverlos después a la agencia. Ellos se<br />

encargarían de meter algo adentro y de distribuir los sobres por correo. La vez<br />

anterior, yo debía plegar en cuatro una hoja impresa con la publicidad de un<br />

supermercado y meterla en los sobres, y ellos se habían encargado de escribir la<br />

dirección en los sobres y de mandarlos. Dejamos la caja con los sobres en la<br />

habitación principal y nos sentamos a comer. Elisa preparó despacio una ensalada<br />

de tomates sobre el fogón; yo aprovechaba, a cada momento, para pegarme contra<br />

ella, de modo de ponerla en movimiento, de hacerla empezar a sentir, pero ella me<br />

empujaba con suavidad, como siempre, sin decir ni que sí ni que no, sino<br />

únicamente: "No llegó todavía el momento". A la hora de la siesta nos sentamos en<br />

la galería, donde ya no daba el sol, y otra vez ella me dijo: "No ha llegado el<br />

momento todavía". Nos quedamos sin hablar mucho tiempo, cada uno en su<br />

perezosa, hasta que ella misma, parándose y alisando con las manos a la altura del<br />

vientre su vestido blanco, me dijo, entrecerrando los ojos y sin volver la cabeza hacia<br />

mí: "Creo que el momento ya llegó". La seguí al dormitorio. Ella se echó en la<br />

cama, desnuda, boca arriba, y me esperó. "Ya vas a ver, ya vas a ver cómo ahora",<br />

le dije yo, "ya vas a ver cómo ahora te voy a hacer, para que veas." Me eché sobre<br />

ella. Me había parecido que iba a poder, esta tarde, tocar, aunque más no hubiese<br />

sido por una vez sola, y durante un momento, fondo, pero no toqué <strong>nada</strong>. Ahí<br />

estábamos moviéndonos, quejándonos, suspirando, uno dentro del otro, como<br />

siempre —para eso nos encontrábamos cada vez que podíamos— y cuando<br />

terminamos, jadeando, echado uno sobre el otro, aplastados, como deshechos, no<br />

habíamos avanzado mucho, no: estábamos igual que al principio y el punto<br />

máximo que habíamos alcanzado estaba infinitamente más cerca del comienzo que<br />

del fin. Nos quedamos echados uno al lado del otro, fumando. Después me paré,<br />

me puse el short, fui a tomar un vaso de agua a la cocina, y al volver me quedé<br />

mirándola desde el pie de la cama: estaba echada boca arriba, desnuda, la cabeza<br />

apoyada en la almohada chata, la mano derecha, con los dedos separados,<br />

cubriendo blanda el ombligo, la mano izquierda sobre la frente, mostrando la<br />

palma. Las tetas, disemi<strong>nada</strong>s por el pecho hacia los costados y hacia atrás, por la<br />

posición horizontal, se mostraban tan bronceadas como el resto del cuerpo,<br />

excepción hecha de una franja que iba desde la parte baja de las caderas hasta el<br />

nacimiento de los muslos, en cuyo centro exacto se encontraba ubicado el triángulo<br />

negro del pubis. La pierna derecha estaba estirada sobre el borde de la cama, de<br />

modo tal que la nalga izquierda se encontraba casi en el aire y era el pie izquierdo,<br />

apoyado en el suelo, el que contribuía a sostener el cuerpo en la cama. Todo el<br />

cuerpo, aparte de la estrecha franja blancuzca, tenía el tinte amarillo rojizo del<br />

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