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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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pies del bayo amarillo.<br />

No conviene dejarlo demasiado tiempo inactivo ahí, bajo los árboles, en el<br />

patio trasero. Puede ponerse demasiado nervioso: enloquecer. Ningún animal<br />

soporta el aislamiento y la inactividad. El cerebro comienza a flotar a la deriva, los<br />

músculos se aflojan. Empiezan a dar vueltas en círculo, sin principio ni fin, sin una<br />

meta precisa. Es mucho mejor salir de tanto en tanto a campo abierto, correr, en<br />

línea recta, hacia algo, avanzar rápido, empleando la mayor fuerza posible, llegar.<br />

Por eso dice: esta tarde, o mañana, lo irá a varear. El Ladeado, llevando en la mano<br />

derecha la bolsita de plástico trasparente llena de cubitos de hielo, entra en la<br />

sombra de los árboles, espesa, casi sin filtraciones de luz, y su propia sombra, que<br />

había estado amonto<strong>nada</strong> a sus pies en la vereda de tierra endurecida, se borra.<br />

Hacia adelante ahora; y ahora hacia atrás. Hacia adelante. Ahora. Ahora hacia<br />

atrás. Otra vez, ahora, hacia adelante. Ahora otra vez hacia atrás. ¿Otra vez?<br />

Remando, río abajo, el cuerpo retorcido del Ladeado se balancea rítmico: cuando<br />

los remos, emergiendo del agua, en la proximidad de la proa, vienen por el aire<br />

hacia atrás, a la altura de la borda, el Ladeado se inclina hacia adelante, y cuando<br />

los remos, penetrando en el agua color caramelo vienen, debajo del agua,<br />

trabajosos, hacia adelante, el cuerpo del Ladeado todo en tensión por el esfuerzo se<br />

inclina, rígido, hacia atrás. De a saltos imperceptibles, la casa blanca, sobre cuya<br />

fachada lateral caen las ramas espesas, medio ocultándola, los bañistas, con trajes<br />

de baño de todos colores, que evolucionan en la reducida playa en declive, se<br />

alejan. El conjunto, bajo el cielo azul liso y el chisporroteo amarillo del sol que sube<br />

todavía, se reduce, de modo discontinuo, a cada golpe de los remos, el conjunto en<br />

el que cada cosa va achicándose, contrayéndose, sin perder, sin embargo, ni<br />

proporción en el todo ni nitidez.<br />

Ni un solo ruido se escucha en el pueblo. Las últimas luces eléctricas, los<br />

faroles en los ranchos de las afueras, ya se han, desde hace mucho rato, poco a<br />

poco, apagado. No quedan más que las luces débiles del alumbrado público, en las<br />

esquinas, inmóviles, porque ni la más mínima brisa sacude la noche. En cada cruce<br />

de calles un círculo débil de claridad alumbra el centro de la calle y roza las cuatro<br />

esquinas: todo el resto duerme sumido en una oscuridad cerrada que los árboles<br />

enormes, que sobrepasan en altura a las casas y que se levantan interminables, en<br />

el borde de las veredas, vuelven todavía más espesa. Ningún sonido: ni de hombre<br />

ni de animal. De golpe, en la oscuridad, algo, una sombra, se mueve. Es una<br />

sombra un poco más densa, recortándose confusa en la negrura, en una calle<br />

próxima a la plaza en la que la pared de la iglesia, alta, proyecta incluso una<br />

sombra adicional. Una sombra móvil, a diferencia de lo que sucede con el resto de<br />

las sombras en esa noche pegajosa en la que no se mueve <strong>nada</strong>. Va llenando, a<br />

medida que se desplaza, los intersticios, manchas, agujeros de luz que interfieren<br />

de tanto en tanto la sombra espesa que forman los árboles y las casas en la mitad<br />

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