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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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todavía inmóvil, con la cabeza baja, como si apoyara el mentón contra un cuerpo<br />

invisible. La luminosidad que atraviesa débil la tela azul de la cortina se disemina<br />

en la cocina en la que las paredes blancas resplandecen de un modo atenuado, de<br />

manera tal que la penumbra se confunde, paradójica, con esa claridad difusa. Por<br />

un momento no pasa, o pareciera no pasar, <strong>nada</strong>: no hay más que los dos cuerpos<br />

inmóviles y la penumbra paradójica que bien mirada puede ser incluso<br />

amarillenta.<br />

—Vayamos a sentarnos en la galería —dice Elisa. La voz queda resonando un<br />

momento después de haber impulsado al Gato a darse vuelta rápido y a comenzar<br />

a marchar, sin decir palabra, hacia la puerta negra que separa la cocina del resto de<br />

la casa. De la habitación contigua retira, de contra la pared, una perezosa plegada y<br />

después de ponérsela bajo el brazo recorre en sentido contrario la habitación y<br />

atraviesa el hueco de la puerta desembocando en la cocina, para comprobar que<br />

Elisa ha desaparecido y que la cortina de lona azul que da a la galería está todavía<br />

moviéndose ya que Elisa la ha apartado para salir. El Gato despliega, frente a la<br />

que ocupa Elisa, y no sin trabajo, la segunda perezosa de lona anaranjada y se<br />

sienta en ella. Elisa está mirando al bayo amarillo que sacude la cabeza en el fondo,<br />

bajo los árboles.<br />

—¿Y te parece que acá está seguro? —dice negligente.<br />

—Es posible —dice el Gato.<br />

—Yo por mi parte no creo que esté más seguro aquí que en la isla —dice<br />

Elisa.<br />

—Es posible también —dice el Gato.<br />

Elisa sacude varias veces la cabeza.<br />

—En una palabra, te da exactamente lo mismo —dice.<br />

—No es imposible tampoco —dice el Gato.<br />

—Entiendo, entiendo —dice Elisa.<br />

Por toda respuesta, el Gato saca la lengua y la mueve, pasándosela por el<br />

labio superior, varias veces, de un modo obsceno. Elisa sonríe, se encoge de<br />

hombros, y cerrando los ojos apoya la cabeza contra la lona anaranjada. Sus brazos<br />

reposan sobre los apoyabrazos rectos, de madera cruda, de la perezosa. El Gato la<br />

contempla durante un momento y adopta una posición semejante. No sopla<br />

ningún viento, y ningún ruido llega hasta la galería: la siesta entera es un solo<br />

bloque transparente, mineral, compacto y cálido en el que cada cosa, esculpida en<br />

el interior, es a la vez próxima e inalcanzable. Cada cosa, densa y quieta, en su<br />

lugar, en el bloque, no más accesible a los dedos que un barco en el interior de una<br />

botella. Sin abrir los ojos, sin que el resto de su cuerpo sufra la más mínima<br />

alteración, el Gato retira la mano derecha del apoyabrazos de madera cruda y se<br />

rasca rápido el pecho, a la altura del vello rubio ralo que crece entre las tetillas. La<br />

mano baja otra vez y queda entrecerrada, la palma hacia arriba, sobre el muslo<br />

derecho.<br />

—Deberías afeitarte —dice la voz de Elisa.<br />

La mano derecha se eleva otra vez. El Gato se la pasa por las mejillas. Sonríe,<br />

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