Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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desapareciendo del vaso a medida que pasa por mi garganta, hasta que desaparece<br />
del todo; inclino el vaso un poco más sobre mis labios y el pedacito de hielo que<br />
quedaba en el fondo viene resbalando por el vidrio frío y pasa a la boca por entre<br />
mis labios entreabiertos. Retiro el vaso de la boca y me quedo chupando el<br />
pedacito de hielo, haciéndolo pasar, con la lengua, de un lado a otro de la boca,<br />
chocar contra los dientes, reaparecer un momento, apretado con los dientes, por los<br />
labios entreabiertos. Lo escupo, por fin, ahora, hacia el patio de tierra. ¿Y de dónde<br />
viene, le pregunto a Elisa, sin mirarla, vuelto hacia el patio de tierra, de dónde<br />
viene ese miedo a encontrar, en el campo, precisamente en el campo, esos cuerpos<br />
olvidados que se deshacen a la intemperie? No sabe. No sabe, dice, pero es así. Ya<br />
empieza a ser difícil discernir, de un modo nítido, en la penumbra, sus gestos. Veo<br />
todavía sus facciones y, sobre todo, el vestido blanco de tela cruda que, en el aire<br />
azul que ya negrea, emite una especie de fosforescencia. Nuestras voces suenan<br />
ahora por sobre un murmullo vago, intermitente, que manda el pueblo en el<br />
anochecer, un murmullo en el que resaltan el zumbido de los mosquitos que<br />
vuelan, obstinados, a nuestro alrededor, y el estridor de las cigarras, más constante<br />
y más fuerte, pero que distrae menos la atención debido sin duda a su persistencia<br />
monótona. No sabe, dice Elisa. No sabe, pero es así. Si un asesino, argumenta,<br />
quisiera desembarazarse de un cuerpo, ¿adonde se le ocurriría hacerlo<br />
desaparecer? En el campo.<br />
—O en el río —digo yo—. Dos buenos bloques de cemento, uno en cada pie, y<br />
hasta la vista.<br />
Elisa no parece haber escuchado mi sugerencia: no, para ella, es el campo,<br />
entre los yuyos, el lugar indicado. Explica sus razones con minucia obsesiva. El<br />
hombre de la ciudad enterrará la evidencia en el campo, de noche, entre los yuyos,<br />
creyendo de ese modo librarse para siempre de ella —hacia atrás, hacia el fondo de<br />
la tierra, que es el lugar en el que reposa, ya lo sabemos, el pasado. Al otro día, sin<br />
embargo, continúa Elisa haciendo girar ahora su vaso con la palma de las manos, el<br />
vestido blanco que relumbra y la cara apenas discernible en la penumbra creciente<br />
y sudorosa, al otro día, no va que vienen los perros de las inmediaciones,<br />
descubren la tierra removida y comienzan a escarbar hasta que sacan, a la luz del<br />
día, la evidencia. No, si ella lo sabe bien: más vale no aventurarse por el campo,<br />
para que no sea a una a quien le toque, en nombre de todos, anoticiarse del horror.<br />
Elisa hace silencio. Ahora la penumbra es completa y del pueblo llega, aunque<br />
atenuado, un rumor que es como un relente de fiebre. No ha de ver, desde donde<br />
está sentada, mi sonrisa incrédula ni mis sacudimientos de cabeza. El vaso vacío se<br />
me entibia en la mano. ¿Nos servimos un poco más de vino? Sí. Elisa me extiende<br />
su vaso vacío, que distingo apenas, ya que me doy cuenta de su gesto a causa de<br />
los crujidos de la perezosa y del monosílabo súbito con que responde a mi<br />
proposición, dicho con la voz ligeramente agitada de quien efectúa un movimiento<br />
brusco en el momento de hablar. Mis dedos rozan los suyos al agarrar el vaso tibio.<br />
Entro en la cocina. Cuando enciendo la luz y abro la puerta de la heladera,<br />
inclinándome para sacar la botella, acomodada vertical en el estante más bajo de la<br />
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