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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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la luz se pone a buscar el diario de la tarde que ha recogido al entrar —el diariero<br />

lo ha deslizado, como todas las noches, por debajo de la puerta— y que ha dejado,<br />

sin siquiera echar una mirada a los titulares de la primera página, en algún lugar<br />

de la casa. Lo encuentra sobre la mesa de la cocina. En la sección policial hay un<br />

artículo, breve, sobre el caballo blanco: es el décimo que han matado en la costa en<br />

unos pocos meses. Más que la muerte del caballo, es la mención de Rincón lo que<br />

ha despertado el interés de Elisa, como si la evocación de un lugar conocido<br />

acordara, por fin, un poco la realidad a su pensamiento. Pero apenas deja el diario,<br />

abierto sobre la mesa de la cocina, y se encamina a apagar la televisión que llena de<br />

un resplandor azulado la sala en penumbra, Rincón se esfuma de su pensamiento<br />

como un sueño ajeno y no quedan más que la sala en penumbra, el cuerpo húmedo<br />

para el que hasta la salida del baño es a su modo una prisión, y los pedazos de<br />

impresiones y sensaciones remotas como recuerdos que no hay forma de hacer<br />

encajar unas en otras para que formen un dibujo claro y definido. Elisa se siente de<br />

golpe en el presente, en ese presente y no en otro, rodeada de objetos inertes que<br />

están tan en el presente, o tan presentes, como ella misma, como si el conjunto,<br />

cuyas fronteras son imprecisas, acabara de brotar entero de una zona negra, del<br />

mismo modo que una rampa circular en la que hay una escenografía y actores sube<br />

del sótano al centro del escenario iluminado. Hasta que después de unos segundos<br />

de extrañamiento, en los que no pasa <strong>nada</strong>, salvo la exterioridad contra la que la<br />

comprensión rebota, el recuerdo, que parecía atascado en el umbral de la zona<br />

ilumi<strong>nada</strong>, como un actor al que un contratiempo inesperado impide avanzar<br />

dejando por un momento el escenario vacío, vuelve a fluir trayendo consigo cosas<br />

conocidas que van desfilando unas tras otras tan orde<strong>nada</strong>s y tranquilizadoras<br />

como las imágenes de un programa de televisión.<br />

Bien temprano, la claridad se cuela horizontal por las rendijas de la persiana<br />

agrisando la penumbra tibia y dando al cuerpo de bronce, desnudo, contraído por<br />

el sueño, una luminosidad particular. Sobre el rectángulo blanco de la cama, sin<br />

almohada, sin sábana de arriba, Elisa duerme de costado, de modo tal que por la<br />

posición de su cuerpo, la cadera se comba, las nalgas resaltan, la cintura se hunde y<br />

la línea de la espalda sube recta hacia la nuca. El pulgar de la mano derecha<br />

desaparece entre los labios que lo ciñen, y de vez cu cuando se oye, en el cuarto<br />

silencioso al que ninguno de los ruidos habituales del alba perturba, el sonido<br />

intermitente de las chupadas que Elisa da de tanto en tanto al pulgar. La mano<br />

libre cuelga fuera de la cama. La silueta del cuerpo desnudo se duplica, a todo lo<br />

largo, por una línea luminosa que es el resplandor de la luz matinal que se cuela<br />

por las rendijas de la persiana y que viene a pegar contra el contorno saliente del<br />

cuerpo de bronce. Los cabellos revueltos caen sobre los ojos, de modo que todo lo<br />

que queda de vivo en el cuerpo de Elisa son los labios, la boca que emite esos<br />

chirridos húmedos cuando chupa, periódica, el pulgar. Más abajo de la línea de<br />

claridad que lo nimba, el cuerpo de bronce va como sumergiéndose en zonas de<br />

penumbra cada vez más densas, como si fuese una mancha espesa que resalta<br />

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