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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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sin fin que estuviese corriendo en sentido contrario. En las dos llanuras que se<br />

extienden a los costados del camino los pajonales resecos, grisáceos, de altura<br />

regular, acentúan, a causa de su monotonía, la impresión de inmovilidad. A la<br />

derecha del coche llega por fin La Guardia, con sus hornos de ladrillos en las<br />

afueras, sus techos de tejas atenuadas por el polvo, sus fachadas amarillentas<br />

relumbrando al sol, y su calle principal, de tierra, que sale desde el camino recta,<br />

abovedada y ancha, y se pierde en el campo, en dirección al río, bordeada de dos<br />

hileras ralas de casas y de ranchos. No se divisa un alma en el pueblo: el sol en el<br />

cénit ha empujado a sus habitantes al interior de las casas o, tal vez, bajo la sombra<br />

de los árboles en los patios traseros. Al llegar al control caminero, donde el camino<br />

se bifurca, Elisa aminora, pero los únicos dos policías visibles, en el interior de la<br />

construcción sucinta que les sirve de oficina y de refugio, ni siquiera le prestan<br />

atención. El coche negro vuelve a acelerar. Los pies de Elisa, ceñidos por las tiras<br />

de cuero de las sandalias cuya argolla de bronce se aplasta contra el empeine,<br />

hacen funcionar, de un modo mecánico, los pedales, y el vestido blanco, recogido<br />

hasta el vientre, deja ver los muslos de bronce en los que los músculos trabajan<br />

siguiendo el movimiento de los pies y de las pantorrillas. En la línea recta que va<br />

del control a La Toma, y que pasa frente al motel de la Arboleda, en Colastiné<br />

Norte, donde le suben recuerdos fugaces y confusos, indeterminados, semejantes a<br />

los de un animal, Elisa maneja como adormecida, con la cabeza erguida y los ojos<br />

entrecerrados fijos en un punto impreciso, constante, situado en alguna parte en el<br />

aire incandescente, entre el horizonte y el capot. Hacia el horizonte, la resolana crea<br />

espejismos de agua como si el camino —del que la línea blanca que lo dividía en<br />

dos ha desaparecido, brusca, en el control caminero— se hundiese un poco,<br />

recubierto por una pátina inmóvil y luminosa sobre la que flotan una serie de<br />

líneas transparentes verticales y ondulantes que parecen materializar el aire. Con<br />

las primeras curvas que anteceden, durante varios kilómetros, la entrada a Rincón,<br />

el camino se hace más íntimo, menos desolado, lleno de quintas que emergen de<br />

entre los árboles, de huertas y de jardines mantenidos a duras penas a fuerza de<br />

riego, e incluso de ombúes enormes que entrecruzan sus copas por encima del<br />

camino formando un túnel corto de sombra. Pero la impresión fugaz de frescura<br />

termina de golpe, como ha aparecido: el coche negro emerge a una recta<br />

desamparada, sin árboles, que se cocina al sol. A unos quinientos metros, adelante,<br />

a la derecha, está Rincón, del que se alcanzan a divisar los primeros ranchos de las<br />

afueras. A la izquierda, justo enfrente de la calle de tierra que conduce hacia el<br />

centro del pueblo y hacia la costa, hay una estación de servicio, desierta. Elisa<br />

aminora, doblando, y comienza a descender el declive que lleva del camino<br />

asfaltado a la calle de tierra. Cuando la alcanza, acelerando otra vez un poco,<br />

comienza a elevarse, de entre las ruedas traseras, un chorro denso de polvo<br />

amarillento que se ensancha a medida que gana altura y que remata en un<br />

remolino. Dos hileras de laureles rosa bordean la calle, pero las hojas y las flores<br />

rosadas están agrisadas por el polvo que se acumula sobre ellas. Un chico cruza la<br />

plaza en diagonal, lento, rotoso, balanceando una botella de vino tinto en una<br />

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