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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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cuello, las piernas relativamente flacas en relación con el volumen del cuerpo. La<br />

llegada de los primeros bañistas es como la señal de partida de su trabajo; su<br />

actitud exterior se modifica un poco, adquiriendo cierta solemnidad. El árbol ralo<br />

bajo el que deja sus cosas es como su centro de operaciones, su círculo mágico<br />

materializado, su territorio animal de cuya función no es consciente, pero al que va<br />

y viene a lo largo del día, cuando la ausencia de bañistas se lo permite o cuando<br />

quiere echar una ojeada de conjunto a la playa y a los bañistas que debe proteger.<br />

A veces, cuando está paseándose entre los bañistas en medio de la playa sabe<br />

echar, sin darse cuenta, miradas disimuladas y un poco ansiosas, cuando algún<br />

bañista —un chico que corre tras una mariposa o un adulto en busca de sombra—<br />

se acerca demasiado al árbol ralo o permanece bajo su sombra exigua demasiado<br />

tiempo. Otras veces, de un modo instintivo, vuelve sobre sus pasos, lento, y<br />

acercándose al intruso, sin decirle <strong>nada</strong>, le da a entender, con gestos que no son ni<br />

bruscos ni hostiles, que ese territorio es el suyo y que todo el espacio alrededor está<br />

lleno de lugares sin nombre, desocupados, a los que debe dirigirse en busca de<br />

sombra. Sin haberlo pensado <strong>nunca</strong>, el bañero presiente sin embargo que a medida<br />

que va alejándose del lugar en el que se encuentra su cuerpo, el espacio va<br />

perdiendo precisión, y que el horizonte lleno de cosas completas y nítidas que lo<br />

rodea, ha de ir sin duda transformándose, con la distancia, en una materia cada<br />

vez más blanda e indefinida, hasta llegar a ser una masa incolora y viscosa.<br />

La mujer rubia y el chico de seis o siete años se han sacado la ropa liviana que<br />

los cubría y la han acomodado cerca del agua. Ahora la mujer se tiende boca abajo<br />

sobre la toalla verde que ha desplegado en la arena y el chico se encamina hacia la<br />

orilla, a dos o tres metros de distancia. Al mismo tiempo, otros bañistas bajan,<br />

indolentes, el declive que conduce a la playa. Son dos parejas jóvenes; los varones<br />

llegan con el torso desnudo y el pantalón puesto, llevando la camisa hecha una<br />

pelota en la mano. Las mujeres, que usan vestidos livianos sobre las mallas de dos<br />

piezas, balancean con suavidad sus bolsos de paja, mientras bajan, detrás de los<br />

varones, el declive hacia la playa. El bañero observa, parado en medio de la playa<br />

vacía, alter<strong>nada</strong>mente, sin prestarles demasiada atención, a la mujer y al chico<br />

instalados cerca del agua y a las dos parejas que vienen bajando por el declive en<br />

dirección a la extensión amarilla: alguien sale, es evidente, de noche, por la costa, a<br />

matar caballos, pegándoles un tiro en la sien y poniéndose después a tajearlos de<br />

un modo salvaje; como habían hecho el jueves a la noche con ese hermoso caballo<br />

blanco que él había sabido ver a veces, montado por el cuidador, recorriendo al<br />

trote la orilla del agua. En el cielo azul, sin una sola nube, el sol centellea,<br />

despidiendo astillas incandescentes a su alrededor, de modo tal que resulta<br />

imposible mirarlo de frente. El agua está llena de reflejos y de manchas luminosas<br />

que cabrillean. Las dos parejas dejan atrás el declive y comienzan a marchar sobre<br />

la playa, al mismo tiempo que los pies del chico, bajo la mirada distraída de su<br />

madre, echada boca abajo sobre la toalla verde, con la cabeza hacia el río, tocan el<br />

agua cabrilleante.<br />

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