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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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otra cosa aparte de ellos lo es, no me son, sin embargo, al ojo, y al oído, y a las<br />

yemas de los dedos, tan accesibles como debieran. Y es ahora, ahora mismo, que<br />

veo la canoa verde venir río arriba y comenzar a cortar en diagonal para<br />

aproximarse a esta orilla. Toca la costa río abajo más allá de la playa, más allá<br />

incluso del gordo cuya cabeza encasquetada gira hacia la canoa en el momento en<br />

que el Ladeado, después de haber dejado caer los remos en el interior de la canoa,<br />

se pone de pie lento y trabajoso, el cuerpo retorcido como una raíz y los brazos<br />

separados ayudándolo a mantener el equilibrio. Ahora está viniendo hacia la casa,<br />

cargando sobre el hombro izquierdo los dos fardos de forraje, cúbicos, que lo<br />

inclinan hacia la derecha, hacia la tierra. La camisa caqui descolorida, el sombrero<br />

de paja de ala redonda, el pantalón descolorido y demasiado ancho que deja<br />

descubiertos los tobillos como si hubiese pertenecido a alguien que, no obstante ser<br />

más viejo hubiese sido más chico que él, o como si se lo hubiesen comprado antes<br />

de pegar el estirón de los quince años, las alpargatas rotosas, y sobre todo el<br />

cuerpo torcido, la cabeza hundida, contra la que ahora hacen presión, sobre el<br />

hombro izquierdo, los dos fardos de forraje, le dan ese aire de marioneta<br />

empeci<strong>nada</strong> en avanzar, con pasos tan pesados, tan vacilantes, tan lentos, que lo<br />

obligan a visibles contorsiones no únicamente del cuerpo y de las piernas, sino<br />

también del brazo derecho que cuelga a un costado, que se diría que el medio en el<br />

que intenta progresar no es el aire sino un elemento más espeso, más denso,<br />

trabajando contra sus esfuerzos y no de su lado. Voy al portón, a recibirlo. Ahora<br />

tengo ante mí, a cincuenta centímetros de mis ojos, su cara oscura y sudorosa y<br />

escucho, leves, sus jadeos. Por encima de mi cabeza, mientras pronuncia su lento<br />

"Buenos días", mira, ansioso, hacia el fondo, en dirección al bayo amarillo. Lo alivio<br />

de su carga. No por haberse desembarazado de ella su cuerpo asume una posición<br />

normal: al contrario, pareciera que la inclinación obligada por el peso del forraje le<br />

hubiese dado, transitoria, una posición más natural que desaparece cuando lo<br />

descargo de los fardos. Llevando uno en cada mano, sorteando las cubiertas<br />

semipodridas y las baterías disemi<strong>nada</strong>s en el patio, pasando junto a los tambores<br />

de aceite acanalados y oxidados, me dirijo hacia el bayo amarillo. El caballo<br />

reconoce de inmediato la presencia del Ladeado, que se detiene junto a él y<br />

comienza a palmearlo y a acariciarle la nariz. Mientras lo palmea, sus ojos,<br />

recorriendo el cuerpo palpitante, amarillento, se reúnen junto a la nariz y muestran<br />

su idea fija: que no aparezca, súbita, silenciosa, la mano con la pistola y que no<br />

apoye el caño, despacio, en la cabeza. Que no retumbe la explosión. Después<br />

desatamos los fardos y los diseminamos en el suelo, alrededor del bayo amarillo,<br />

que comienza a comer. Las copas de los árboles, perforadas de luz, dejan pasar,<br />

sobre nuestros cuerpos atareados, muchas manchas luminosas que se proyectan<br />

también en el suelo y sobre el pelo amarillento del caballo. Dos veces lleno de agua<br />

fresca el balde colorado, mientras el motor de la bomba brama en el sol. El<br />

Ladeado limpia el suelo alrededor del caballo, sacando sus excrementos y<br />

amontonando el forraje demasiado disperso como para que el bayo amarillo se<br />

digne atacarlo. Después le doy de comer en la cocina: una lata de picadillo, queso y<br />

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