Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
mano y un sifón en la otra, bajo los palos borrachos y los naranjos raleados por el<br />
calor que proyectan sin embargo fragmentos de sombra tenue sobre el pasto<br />
amarillento. Al ver el coche negro se detiene dos o tres segundos observándolo, y<br />
después sigue su camino, pasando entre un globo blanco de alumbrado, en<br />
equilibrio sobre una columna, y el busto de San Martín apoyado sobre un pilar<br />
oblongo cuya blancura ha sido atenuada por la intemperie. Otra mirada lenta,<br />
larga y pensativa, sigue al coche negro cuando pasa frente a la comisaría: un<br />
agente en mangas de camisa con un pañuelo blanco atado alrededor del cuello<br />
para absorber el sudor, está parado en la vereda alta, de ladrillos, de la comisaría, a<br />
la que se accede desde la calle arenosa por una escalinata de ladrillo. Las veredas<br />
altas, construidas a menudo en el centro del pueblo para prevenir las<br />
inundaciones, parecen doblemente inútiles a causa de la seca. El agente se ha dado<br />
vuelta para contemplar el auto que se aleja despacio, envuelto en la nube de polvo<br />
amarillento, y su expresión pesada, trabajosa, de bestia embrutecida por el calor,<br />
va formándose con movimientos faciales tan lentos e inconexos, tan desarticulados<br />
que más que una expresión propiamente dicha parecen una serie de muecas sin<br />
sentido, sin ninguna relación con alguna hipotética fuente interna que les diera<br />
origen. Hacia la playa, en las afueras, las veredas de todo tipo desaparecen. No hay<br />
ni cunetas. Hay, únicamente, la cinta recta, amarillenta, de bordes irregulares<br />
perdidos entre yuyos polvorientos separados de los patios delanteros por algún<br />
senderito invisible y por tejidos de alambre; alguna casa antigua de ladrillos sin<br />
revocar o casas modernas, prolijas y arboladas, de fin de semana, rompen la<br />
monotonía de la calle. Elisa dobla y ve, hacia el fondo de la calle, a unos ciento<br />
cincuenta metros adelante, los grandes árboles que forman una techumbre densa<br />
sobre la calle abovedada y la vereda de tierra. Por el hueco que dejan los árboles, al<br />
final del túnel de sombra, se ve una porción de cielo azul, pero no el río. El chorro<br />
de polvo se convierte en una nube que cubre literalmente al coche negro, cuando<br />
Elisa frena, en declive hacia la vereda, frente al portón trasero de la casa blanca.<br />
—Sábado, ya —dice el Gato, que ha salido a la vereda, en short y descalzo, y<br />
que mira ahora su sandalia —la argolla de bronce— como si fuese la única porción<br />
de su persona que le interesara. Tostado por el sol de todo el verano, su cuerpo,<br />
casi sin vello, aparte de algunos pelos rubios en el pecho y en las piernas, resalta<br />
contra los listones verticales, pintados de verde, del portón de madera. Elisa pasa a<br />
través de su brazo desnudo, dejándolo colgado del hombro izquierdo, el bolso de<br />
paja que ha mantenido hasta hace unos segundos contra su vientre, aferrado con<br />
las dos manos.<br />
—Sí, sábado —dice.<br />
El Gato sacude la cabeza despacio.<br />
—Sábado —dice.<br />
Se aproxima y le da un beso rápido en los labios. La barba de varios días,<br />
rojiza, araña un poco las mejillas de Elisa. El Gato hace un movimiento de cabeza<br />
hacia el auto y juntando las yemas de los dedos sacude la mano varias veces a la<br />
93