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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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galletitas de agua que hacemos pasar con un vaso de vino con soda. Se lleva, antes<br />

de irse, en una bolsita de plástico transparente que saco del armario, en el<br />

dormitorio, el hielo de una cubetera.<br />

—Esta tarde o mañana lo iré a varear —le digo.<br />

Aprueba, con la cabeza. Volverá pasado mañana. Lo acompaño hasta el<br />

portón, incluso hasta la vereda desierta de la calle irregular, en declive, de tierra,<br />

que conduce a la playa y por la que comienza a descender en dirección a la canoa.<br />

Desde donde estoy parado, en la vereda sin árboles, vacía, puedo ver, hacia el<br />

fondo de la calle, cuatro o cinco automóviles puestos a la sombra, pero el espacio<br />

abierto sobre el que la calle termina no comprende ni la playa, río arriba, ni, río<br />

abajo, el lugar en el que él ha dejado la canoa. Es un espacio abierto entre los<br />

árboles de las dos veredas cuyas copas se juntan por encima de la calle dejando<br />

ver, como al final de un corredor, y más allá de la fronda perforada de manchas<br />

luminosas que se estampan sobre la vereda y la calle, una porción de cielo azul, y<br />

un fragmento de río, vacío, detrás del cual puede verse, su barranca cayendo<br />

suave, medio comida, la vegetación enana e intrincada, polvorienta, como inmóvil<br />

y sin vida, la isla. Los gritos y las voces de los bañistas llegan hasta la vereda<br />

desierta. El cuerpo torcido que marcha sin, en apariencia, avanzar, hacia la zona de<br />

sombra que separa la vereda desierta de la playa y el río, hacia los coches vacíos<br />

estacionados en completo desorden sobre las cunetas, queda un momento en mi<br />

memoria mientras me dirijo hacia el fondo, sorteando los tambores de aceite<br />

acanalados y llenos de óxido, las cubiertas viejas manchadas de barro reseco y las<br />

baterías disemi<strong>nada</strong>s y medio enterradas entre el pasto calcinado. Sigue ahí:<br />

mascando parsimonioso, desconfiado, moviendo ahora, que me ve llegar, más<br />

lento las mandíbulas de las que cuelgan unos hilos de baba blanquecina. Más lento,<br />

hasta que las detiene: la inferior desplazada ligeramente hacia la derecha, la<br />

superior hacia la izquierda, de modo que no quedan superpuestas del todo y la<br />

boca permanece entreabierta mostrando los grandes dientes blanquísimos y las<br />

encías de un rosa azulado. Espeso, opaco, sin significación, empeñado en ser, y<br />

prolongándola por la boca, la vida. Por un momento no pasa <strong>nada</strong>: la mirada,<br />

únicamente, que nos tiene clavados a cada uno en su lugar y en seguida él, que ha<br />

permanecido inmóvil y un poco de perfil como si hubiese estado hecho de un<br />

humo denso, amarillento, se pone otra vez, despacio, a masticar, de modo tal que<br />

la mandíbula inferior pasa de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la<br />

derecha, sin que en ningún momento la mandíbula superior quede exactamente<br />

superpuesta a ella. Es como si estuviese masticando su propia desconfianza y como<br />

si fuese, no el amasijo verdoso y macerado con su propia saliva, sino mi presencia<br />

inquietante, enemiga, lo que estuviese tratando de tragar. La rienda que le rodea el<br />

cuello y que lo tiene atado al árbol se estira ahora, y queda tensa, cuando da un<br />

salto rápido hacia el costado: las manchas luminosas que se proyectan sobre su<br />

cuerpo amarillo humo se mueven un poco, cambian, cuando lo hace. Está todavía<br />

moviéndose, en mí, cuando, dejando atrás el espacio sembrado de baterías y de<br />

cubiertas, atravieso la galería, pasando junto al sillón anaranjado y a la silla sobre<br />

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