Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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Cuando, con la misma brusquedad con que ha comenzado, la violencia de las<br />
caricias del Gato se apacigua, el bayo amarillo, que ha empezado a sacudirse y<br />
recular se inmoviliza, fijando su mirada en la pareja que se ha inmovilizado a su<br />
vez, abandonándose al abrazo un instante brevísimo, durante el cual, abrupta, y<br />
después de diez segundos de intervalo, la torcaza deja oír su arrullo por tercera<br />
vez. El arrullo resuena en el silencio soleado, caliente, de la una, cuando el<br />
chasquido de las patas del caballo contra la tierra arenosa apenas si ha terminado<br />
de esfumarse por completo del aire espeso. El canto peculiar, gutural, tibio y<br />
blando de la torcaza, de una duración no mayor que la de uno o dos segundos, ha<br />
parecido estar, durante su breve manifestación, en la punta misma del tiempo,<br />
como si hubiese sido la sola fuerza, debilísima, que ha sacado al universo entero de<br />
su inercia mineral, poniéndolo otra vez en marcha después de un hiato indefinido<br />
de detención general, de naufragio periódico.<br />
Por alguna razón imposible de desentrañar, comenta Elisa, el Gato y Tomatis<br />
se habían puesto a desbrozar una mañana el sector del fondo del patio trasero,<br />
abriendo también un sendero en dirección al motor, del otro lado de la casa, y<br />
dejando toda la parte delantera cubierta de esos yuyos salvajes y resecos, sin<br />
siquiera haberse tomado el trabajo de juntar las baterías semienterradas, las<br />
cubiertas podridas y manchadas de barro seco, los tambores de aceite acanalados y<br />
oxidados, que eran los vestigios del período fasto de la familia Garay, de la época<br />
anterior a la muerte de Garay padre —anterior a la partida de Pichón—, en la que<br />
todavía podían darse el lujo de un automóvil. Cualquier persona normal, continúa<br />
Elisa, mientras avanzan entre la maleza hacia la galería en la que yace al sol la<br />
perezosa de lona anaranjada, cualquier otro ser humano que no hubiese sido ni el<br />
Gato ni Tomatis, hubiese comenzado por juntar primero las baterías, las cubiertas<br />
y los tambores para ponerse después a cortar los yuyos desde el borde de la galería<br />
hacia el fondo del patio. Inexacto, dice el Gato, en el momento justo en el que sus<br />
alpargatas descoloridas se posan en las baldosas coloradas de la galería: Elisa, que<br />
le lleva una ligera ventaja, gana de un par de trancos decididos la cortina azul.<br />
Inexacto: los vestigios de la era técnica —las cubiertas, las baterías, los tambores<br />
oxidados— debían ser considerados como un añadido legítimo al paisaje, con el<br />
mismo derecho que, por ejemplo, los eucaliptos, que habían sido plantados por la<br />
mano del hombre. Ninguna razón, dice el Gato, siguiendo a Elisa en la cocina, por<br />
lo tanto, para retirarlos, y en cuanto al supuesto orden natural que según Elisa el<br />
resto de la humanidad pretendía decretar que debía tenerse en cuenta para la<br />
limpieza de un patio, saltaba a la vista que se trataba de una pretensión absurda.<br />
Como el espacio era infinito, no empezaba en ninguna parte; cada uno de los<br />
puntos que lo componían eran equivalentes. Empezar en un punto cualquiera<br />
significaba no limpiar, detrás de sí, un espacio infinito, y hallarse ante la<br />
perspectiva de tener que desbrozar, ante sí, otro espacio infinito, o, mejor dicho, la<br />
parte infinita del mismo espacio infinito que comenzaba en el filo de la azada. El<br />
Gato deposita el vaso vacío sobre el mantel a cuadros blancos y azules: estaba<br />
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