Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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el tiro. Si hubiese querido causarles algún perjuicio a los propietarios, el tiro<br />
hubiese bastado: pero esos tajos salvajes que se ponía a hacerles a los despojos<br />
probaban a las claras que el asesino tenía algo contra los caballos. Otra cosa que<br />
traían los artículos, y que mucha gente en la costa ya se venía preguntando, era de<br />
ver si el asesino era uno solo o si en cambio se trataba de varios, o si el o los<br />
asesinos obraban por impulso o con premeditación. Ciertos detalles podían dar a<br />
entender que obraba por impulso: por ejemplo, que hubiese matado los perche—<br />
rones llenos de achaques del viejo Lázarfo cuando, si hubiese querido realmente<br />
perjudicarlo, los dos caballos jóvenes que estaban esa noche en la ciudad hubiesen<br />
convenido mejor a sus propósitos. Pero otros detalles podían dejar sospechar<br />
también la premeditación: por ejemplo, ¿era pura casualidad que el asesino<br />
hubiese operado en Cayastá justo la noche en que el viejo, que era sordo, se había<br />
quedado solo en el rancho porque su mujer había tenido que ir a pasar la noche en<br />
el rancho de una parienta enferma? ¿Y cómo por ejemplo el asesino podía saber<br />
que el azulejo del Coco estaba esa noche en el potrero si no hubiese sabido de<br />
antemano que una vez por semana el Coco lo sacaba del galpón para que al<br />
potrillo se le calmasen un poco los nervios? Al ruano lo había ultimado justo una<br />
noche en que como por casualidad no había nadie en el acopiadero. En todo caso,<br />
se trataba de una persona que conocía muy bien las idas y venidas de la gente de la<br />
costa, que estaba al tanto de los pasos que daba cada uno, y que debía también<br />
entender mucho de caballos, para poder acercárseles como lo hacía y pegarles casi<br />
a quemarropa o incluso a quemarropa un tiro en la sien. En una palabra, los<br />
artículos del diario no decían lo que la gente de la costa venía preguntándose<br />
desde hacía tiempo: si el hombre preparaba, despacio y con cuidado, cada<br />
asesinato, o si en medio de la noche, en forma inesperada, estuviese donde<br />
estuviese, le agarraba el deseo de salir por esos campos con un arma en la mano y<br />
pegarles tiros en la cabeza a los caballos. En cuanto a la patrulla que terminaron<br />
mandando de la ciudad, era un jeep colorado que durante el día daba algunas<br />
vueltas por el campo pero de noche, cuando hubiese sido realmente necesario, se<br />
lo veía estacionado de culata bajo el letrero luminoso de "La Arboleda", el motel de<br />
Giménez, donde había coperas y a veces algún que otro varieté. De todos modos,<br />
la patrulla sirvió para algo, porque por lo menos durante dos meses el asesino no<br />
volvió a operar. Al principio, todo el mundo esperaba, de un momento a otro,<br />
descubrir al amanecer nuevos caballos mutilados en cualquier punto de la costa.<br />
Pero como la primera semana no pasó <strong>nada</strong>, ni la segunda tampoco, a la tercera la<br />
vigilancia disminuyó. De la ciudad mandaban la patrulla —el jeep colorado— un<br />
día sí un día no. Los dueños de los caballos que al principio montaban guardia<br />
toda la noche cerca de los potreros, a la tercera o cuarta semana empezaron a<br />
acostarse cada vez más temprano, hasta que al cabo de un mes ya dejaban otra vez<br />
toda la noche solos a los caballos. El miedo desapareció, de los hombres por lo<br />
menos, ya que los caballos seguían nerviosos y un extraño apenas si se les podía<br />
acercar. La prueba de esa nerviosidad la dio un domingo un caballo de Helvecia —<br />
uno de los más mansos, y que por esa razón su dueño, un árabe que tenía un<br />
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