Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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salí del baño. En la habitación principal me acuclillé un momento junto a las cajas<br />
de cartón y hundí una mano entre los sobres blancos que las sacudidas del<br />
transporte en el coche habían puesto en desorden. Retiré la guía telefónica de entre<br />
los sobres, le eché una ojeada rápida y la dejé sobre la mesa. Abrí el cajón de la<br />
cómoda; separando los papeles, el sacacorchos, el revólver, las balas salidas de la<br />
caja cuadrada de cartón que rodaban en el fondo del cajón mientras mi mano<br />
hurgaba, retiré dos o tres biromes, y cubriendo otra vez el revólver y las balas con<br />
las hojas de papel, cerré el cajón. En el dorso de un sobre probé, sin sentarme, las<br />
biromes: escribían. Saqué un montón de sobres de la caja de cartón y los puse sobre<br />
la mesa. Me senté a trabajar. Copié el nombre y la dirección del primer abonado en<br />
el primer sobre. Cuando estaba copiando el séptimo, Elisa salió del cuarto de baño,<br />
atravesó la habitación, y se sentó frente a mí, del otro lado de la mesa. Pero en<br />
seguida se volvió a parar; dijo que no quedaba casi vino blanco frío, y que iba a<br />
poner dos o tres botellas en la heladera. También yo me paré: dejé la birome sobre<br />
la guía telefónica, abierta en la letra A, y fui al baño y me afeité. Fui viendo, en el<br />
espejo, cómo la maquinita de afeitar se llevaba con la espuma blanca, mi barba<br />
rojiza de una semana, y cómo iba quedando la piel lisa, curtida, casi cobriza, en el<br />
lugar en el que antes había estado la barba. Antes de darme una ducha pasé por la<br />
cocina. Elisa, junto al fogón, destapaba con el sacacorchos una botella de vino<br />
blanco. Retiró el corcho del tirabuzón y lo dejó sobre el fogón. Cuando atravesé de<br />
nuevo la habitación principal, en dirección al cuarto de baño, observé que el cajón<br />
de la cómoda estaba entreabierto y lo cerré. Bajo la ducha no pensé, durante unos<br />
segundos, <strong>nada</strong>: que el agua cayera, envolviéndome en su rumor espeso, del que<br />
no se podía decir que estuviese interfiriendo mensaje alguno. Por fin cerré la<br />
ducha, me sequé, volví a mirarme en el espejo pensando que después de todo, eso,<br />
tan nítido, que el espejo me mandaba era, sin duda, yo, yo mismo, y poniéndome<br />
el short, calzándome las alpargatas pasé por la habitación principal en dirección a<br />
la cocina, sintiendo el aire, el anochecer, otra vez, más caliente que mi piel de la<br />
que la frescura del baño se evaporaba dejando únicamente la humedad. En la<br />
cocina me serví un vaso de vino blanco, le eché un cubito de hielo, y después volví<br />
a guardar la botella en la heladera. Me llegaba, desde el fondo, desde las<br />
inmediaciones, desde la costa entera, el canto de las cigarras. Enderecé hacia la<br />
galería. Atravesando la cocina ilumi<strong>nada</strong>, antes de llegar, antes incluso de haber<br />
tocado la cortina de lona azul que separaba la cocina de la galería y que, inmóvil y<br />
rígida, impedía recibir la más mínima impresión del exterior, vi la galería de<br />
baldosas coloridas con las perezosas anaranjadas, los tambores de aceite, el patio<br />
sembrado de viejas baterías y de cubiertas semipodridas entre los yuyos resecos y<br />
sobre todo, al fondo bajo los eucaliptos, sacudiendo sin parar la cola y la cabeza<br />
para espantar los mosquitos que debían, seguro, estar hostigándolo, el gran cuerpo<br />
amarillento y palpitante, más denso que yo, más sólido, más inmerso en la vida.<br />
Atravesé la cortina de lona azul, salí a la galería con el vaso frío en la mano, y<br />
ahora sonrío a Elisa que, a su vez, sentada en la perezosa, mientras toma un trago<br />
de vino, me sonríe por encima del vaso, de un modo vacuo. El bayo amarillo ha<br />
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