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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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Ladeado de la casa es de un verde pálido que contrasta con el amarillo ceniciento<br />

de la playa. Un trueno, el eco del sonido de un fogonazo de luz pálida que ha<br />

iluminado unos segundos antes el aire ennegrecido, hace estremecerse, por un<br />

instante, el espacio entero: un temblor ligero hace vibrar, durante una fracción de<br />

segundo, las pupilas del Ladeado que aumenta, con decisión, la rapidez de su<br />

marcha: bajo los árboles, el coche negro, puesto casi de punta contra la cuneta y<br />

oblicuo a causa de la inclinación de la calle abovedada, aumenta poco a poco de<br />

volumen, de un modo discontinuo, a medida que el Ladeado se aproxima a la casa.<br />

Ahora las alpargatas chasquean sobre la vereda dura y el Ladeado, bajo las<br />

enormes copas de los árboles que oscurecen el aire, pasa junto a las dos ventanas<br />

negras que se abren en la pared lateral de la casa. Un refucilo empalidece, durante<br />

una fracción de segundo, el aire. El Ladeado pasa junto al coche negro y lo deja<br />

atrás: cuando desemboca, rígido, exterior, a paso regular, en el portón, un trueno<br />

empieza, remoto, a bajar.<br />

La cara del Gato, rasurada con minucia, se refleja en el espejo del baño, y el<br />

Gato contempla, palpándoselas, las mejillas tostadas, la piel bajo el mentón, a la luz<br />

eléctrica que ha debido encender para bañarse y afeitarse, ya que la claridad<br />

matinal que entra por la ventana alta, atravesando primero un cielo de tormenta<br />

reconcentrado y oscuro, sería insuficiente para iluminar el cuarto de baño. El Gato<br />

apaga la luz y sale. En el cuarto principal, doblados sobre el respaldo de una silla, a<br />

cuyos pies están sus mocasines marrones bien lustrados, se encuentran su pantalón<br />

blanco, de tela basta, lavado y planchado, y su remera azul marino. El Gato pasa<br />

los brazos y la cabeza por las mangas y el cuello de la remera y, levantando un<br />

poco sus calzoncillos blancos que le llegan hasta la mitad de los muslos, se pone<br />

por encima de ellos el pantalón. El Gato empuja el borde de la remera azul marino<br />

bajo la cintura del pantalón, acomoda un poco, con la punta de los dedos estirados<br />

y juntos, el apelotonamiento de los bordes de la remera y de los pliegues del<br />

calzoncillo, y en seguida, elevando el cierre relámpago de su bragueta, abrocha el<br />

botón de metal que reúne los dos extremos de la cintura y ajusta el cinturón de<br />

cuero, pasándolo primero por el pasa—cinto de cuero y después por el primer<br />

pasacinto de tela blanca del pantalón. En los pies limpios y sin medias el Gato se<br />

calza, de parado y pensando en otra cosa, los mocasines marrones; su atención es<br />

atraída, de un modo fugaz, por la guía telefónica abierta en las primeras páginas,<br />

sobre la mesa, y por los dos montones de sobres a cada lado de la guía. A la<br />

izquierda, el montón de sobres en blanco; a la derecha, los sobres en los que, la<br />

noche anterior, ha escrito, casi hasta las dos de la mañana, por orden alfabético, el<br />

nombre y la dirección de varias centenas de desconocidos. El fogonazo de un<br />

relámpago, verdoso y lívido, llega, a través de las ventanas y de las puertas<br />

abiertas, hasta la habitación principal. Después de unos segundos de silencio un<br />

trueno empieza, remoto, a bajar. Parece el ruido de una piedra irregular rodando<br />

sobre un declive de tablones. Cuando el sonido alcanza su paroxismo y el máximo<br />

de proximidad, muebles, vidrios, paredes, vasos y sillas se ponen a vibrar, hasta<br />

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