Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
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que el silencio se instala otra vez y las vibraciones se detienen. El Gato, recogiendo<br />
los cigarrillos y los fósforos de sobre la mesa, se los mete en el bolsillo del pantalón<br />
y, dejando atrás la habitación principal, atraviesa el marco negro de la puerta<br />
abierta y penetra en la cocina. El olor del café, diseminado en toda la casa, y que ha<br />
estado percibiendo sin darse cuenta, es tan fuerte y peculiar en la cocina, que el<br />
Gato, por el puro placer de olerlo, se detiene junto a la mesa en la que la cafetera,<br />
llena de café hirviendo, apoyada sobre un platito blanco para no quemar el mantel<br />
a cuadros blancos y azules despide, por el pico en S, una columnita de vapor<br />
blancuzco y deshilachado.<br />
El día antes se había visto obligado a pegar la vuelta desde el camino, a uno o<br />
dos kilómetros del pueblo. La entrada al pueblo estaba bloqueada. Unos minutos<br />
antes, a la altura de La Guardia, ya había visto, desde la ventanilla del colectivo,<br />
varios coches y camiones del ejército pasar a toda velocidad junto al colectivo. Sin<br />
siquiera detenerse en el control caminero, la caravana se había dividido: una parte<br />
había seguido derecho en dirección al pueblo, al norte, por el camino de la costa, y<br />
la otra había tomado el empalme de Colastiné Sur y de Paraná. Al llegar cerca del<br />
pueblo, en el colectivo que se había visto obligado a pegar la vuelta desde ahí<br />
mismo, el bañero había reconocido en los camiones que bloqueaban la ruta,<br />
rodeados de soldados armados con ametralladoras, algunos de los vehículos que<br />
se habían adelantado al colectivo cerca de La Guardia. Los habían hecho volver a la<br />
ciudad sin ninguna explicación: él había tratado de decirles que debía hacerse<br />
cargo de su trabajo, en la playa, que si había algún accidente con los bañistas la<br />
responsabilidad recaería sobre su persona, pero los soldados, bruscos, casi<br />
amenazadores, le habían ordenado volverse al colectivo. Únicamente dejaban<br />
pasar a los que vivían en el pueblo, palpándolos de armas primero y poniéndolos a<br />
esperar en la banquina, cerca de los camiones verde oliva atravesados en el<br />
camino. El bañero había comprendido la razón de todo ese despliegue al escuchar<br />
por radio el informativo de mediodía: un grupo de guerrilleros había matado al<br />
Caballo Leyva esa mañana. La misma noticia, con más detalles, la habían dado en<br />
el noticiero de la televisión local, a las ocho de la noche; mostraban el cadáver,<br />
tirado boca abajo, sobre un charco de sangre, en la vereda alta de ladrillos de la<br />
comisaría. Y, antes de dormirse, el bañero había leído la noticia en La Región, donde<br />
había también una fotografía, bastante borrosa, del cuerpo del Caballo. Esa<br />
mañana, recuerda el bañero viendo al Ladeado saltar de la canoa, trastabillando un<br />
poco, con dos fardos cúbicos de forraje sostenidos uno en cada mano por el entre—<br />
cruzamiento del alambre, esa mañana ha venido preguntándose en el colectivo si<br />
lo dejarían pasar, pero al llegar, cerca del pueblo, al punto en el que había debido<br />
pegar la vuelta el día anterior, había podido comprobar que los camiones ya no<br />
bloqueaban el camino, y después de bajar del colectivo en la plaza, bastante<br />
desierta, era verdad, al pasar cerca de la comisaría, por la vereda de enfrente, por<br />
las dudas, no había notado <strong>nada</strong> fuera de lo habitual, salvo quizá la camioneta<br />
verde oliva del ejército estacio<strong>nada</strong> junto a la alcantarilla. Un relámpago nimba,<br />
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