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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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profundidades rojizas de la carne, atravesadas de una filigrana de nervios y de<br />

grasa, hasta que la hoja metálica golpea, y deja ver, la superficie convexa y brillosa<br />

de un hueso blanco.<br />

VIII. No hay, al principio, <strong>nada</strong>. Nada. De un lado el río liso, dorado, sin una sola<br />

arruga, la isla con su barranca que cae, en declive lento, hacia el agua, la vegetación<br />

enana y polvorienta, del otro las dos ventanas y la puerta negra, el techo de tejas, la<br />

casa blanca, y en el medio la extensión vacía de la playa amarilla, en declive casi<br />

imperceptible hacia el río, sobre la que la luz solar, como una enorme combustión<br />

amarilla atravesada de filamentos blancos, fluye, rebota y reverbera.<br />

Sentado en el suelo, la espalda desnuda apoyada contra el árbol, el bañero<br />

lee, en el silencio total de la siesta, la revista de historietas que se apoya sobre sus<br />

muslos en declive como sobre un atril. Cuando endereza la cabeza, su mirada, en<br />

vez de clavarse en algún objeto preciso, parece más bien diluirse, desvanecerse en<br />

el espacio vacío de la playa que se cierra, a lo lejos, en una muralla enana y<br />

cenicienta de árboles de los que sobresalen dos sauces llorones que se inclinan<br />

hacia el río; ese gesto, mecánico, sonambúlico, se repite de vez en cuando, dura<br />

unos pocos segundos y, una vez realizado, la cabeza se inclina otra vez y la mirada<br />

continúa recorriendo los cuadros yuxtapuestos y rellenos con imágenes de colores.<br />

Cuando llega al último cuadro de la página de la derecha, el bañero da vuelta la<br />

hoja y fija su mirada en el cuadro superior de la nueva página; sin retirar un<br />

segundo la vista de los cuadros de colores se rasca, de un modo mecánico, el pelo<br />

ralo y entrecano del pecho, entre las tetillas abultadas y flácidas, junto al pito<br />

reglamentario de metal que cuelga del hilo negruzco alrededor de su cuello, y<br />

después deja caer la mano en el suelo, el dorso abandonado sobre la gramilla<br />

escasa y cenicienta. El árbol bajo el que se ha sentado para protegerse del sol de la<br />

siesta, deja pasar, por entre su fronda exangüe y blanquecina, manchas luminosas<br />

que se estampan todo a su alrededor en el suelo, sobre las imágenes de colores de<br />

la revista de historietas y sobre su cuerpo inmóvil, estremecido apenas, de un<br />

modo regular, por la casi imperceptible respiración.<br />

La sustancia de que esa luz está hecha —la luz que fluye y rebota contra el<br />

espacio desierto del río y la playa, contra el gran semicírculo de árboles que cerca,<br />

inmóvil, la playa, contra la casa blanca— da la impresión de ser, aunque árida,<br />

transparente, y parece llenar todo el aire de un chisporroteo amarillo y blanco,<br />

diseminado de tal modo que el cielo mismo, en el que no se divisa una sola nube,<br />

empalidece por el contraste de esa luz, el cielo en el que el sol, que los ojos no<br />

soportan, deja entrever una superficie llameante que se mueve y cambia como si<br />

fuese un organismo vivo, llenando de destellos todo el cielo a su alrededor.<br />

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