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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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Están uno a cada lado de la mesa, desnudos, el Gato de espaldas a la cortina<br />

de lona azul en la que se transparenta todavía, aunque más débil, la luz de la tarde,<br />

Elisa de espaldas a la puerta negra que conduce a las habitaciones interiores,<br />

inclinándose hacia el vaso lleno hasta la mitad de limo<strong>nada</strong>, sin prestar atención a<br />

la sonrisa vacilante del Gato, la resonancia extraña de cuyas palabras va<br />

desapareciendo, gradual, del aire amarillento, del oído, y por fin de la memoria.<br />

Cuando la mano toca el vaso, los dedos se aferran al vidrio frío, y lo levantan,<br />

inclinándolo, en dirección a la boca, mientras la cabeza se echa ligeramente hacia<br />

atrás. El cuerpo, desnudo, de bronce lustroso, junto a la mesa, se sacude<br />

imperceptible cuando el vaso toca los labios entreabiertos y la mano que lo aferra<br />

comienza a vaciarlo en la boca: un complicado movimiento de músculos atestigua<br />

el paso del líquido agridulce por la garganta en tensión.<br />

El vaso está ahora horizontal, casi vacío, la cabeza echada hacia atrás, el pelo<br />

negro y liso, suelto y corto, tocando la espalda de bronce y el Gato, que ha estado<br />

inmóvil, mirando la garganta de Elisa estremecerse al paso del líquido, gira de un<br />

modo brusco y, dirigiéndose hacia la cortina de lona azul que transparenta todavía<br />

la luz amarillenta, la separa un poco del marco negro con el dorso de la mano<br />

izquierda para observar el exterior: la perezosa de lona anaranjada, los tambores<br />

de aceite acanalados y oxidados, el espacio sembrado de cubiertas y de baterías<br />

viejas semienterradas entre los yuyos calcinados y, más allá, en el fondo, el bayo<br />

amarillo cuyo largo cuello se estira hacia la tierra buscando algo que tascar.<br />

Cuando retira la mano y vuelve a girar, la cortina de lona azul queda<br />

sacudiéndose a sus espaldas del mismo modo que las nervaduras luminosas que se<br />

proyectan a sus pies, sobre las baldosas coloradas. Sus pies desnudos pisan el<br />

reflejo en movimiento, que se imprime de un modo fugaz sobre ellos, y después lo<br />

dejan atrás mientras Elisa, que ha enderezado la cabeza, estira ahora la mano con el<br />

vaso vacío para dejarlo sobre el mantel a cuadros blancos y azules.<br />

Un grito llega, súbito, de la playa, quebrando, discontinuo, saliendo de su<br />

<strong>nada</strong> sin buscar, en apariencia, un destino preciso, emisión neutra de voz que<br />

alguien saca de lo negro no por decir algo sino por ver cómo, de a sacudones,<br />

entrecortada, vacilante, la voz nace.<br />

Al verlo llegar con los enseres el bayo amarillo, sin sublevarse, se<br />

intranquiliza. Ligeros movimientos de cabeza, como si estuviese espantando<br />

insectos inexistentes, la cola inmóvil que traiciona su expectación y la mirada que<br />

se fija en cualquier punto del espacio menos en la figura humana que se aproxima<br />

trayendo en la mano los enseres de montar, dejan entrever que desde que el Gato<br />

ha salido de la casa calzándose las alpargatas sobre la marcha, ha recogido<br />

montura y riendas de bajo los árboles y ha comenzado a marchar hacia él haciendo<br />

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