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uido de pasos precipitados sobre el suelo del vestíbulo. Se oyó un nuevo<br />

grito, luego un disparo.<br />

Monk trató de volverse.<br />

La cabina era pequeña y, sus hombros de una anchura exagerada, de modo<br />

que no lo consiguió de momento. Para poder girar sobre sus talones tuvo que<br />

retorcerse <strong>com</strong>o una serpiente.<br />

La cabina tenia ventanas de cristal que de pronto cedieron con significativo<br />

crujido. Sus fragmentos cayeron en lluvia sobre el químico.<br />

Entonces vislumbró el brillo de una mano calzada con guante de plata. La<br />

mano empuñaba un revólver.<br />

Monk distinguió solamente el guante de plata y el arma pesada que<br />

empuñaba. El arma le amagó un golpe dirigido a la cabeza; él trató de<br />

esquivarlo. Sin embargo la cabina era reducida y el automático cayó de lleno<br />

sobre la coronilla de Monk.<br />

Entonces se desplomó y ya no sintió los dos golpes consecutivos que le<br />

asestaron con una ferocidad criminal.<br />

CAPÍTULO IV<br />

DOS ASESINOS<br />

Doc Savage oyó los sonidos aterradores producidos por los golpes<br />

asestados en la cabeza de su camarada, que no había tenido tiempo de<br />

colgar el auricular de su gancho, y, por consiguiente, que el aparato<br />

telefónico reproducía.<br />

El hombre de bronce prestó atento oído. El ruido se producía con claridad<br />

suficiente para que él dedujera lo que acababa de suceder. Luego, del otro<br />

lado de la línea le llegaron gruñidos, roces significativos, apagados.<br />

Era que sacaban a rastras el cuerpo de Monk de la cabina. Al propio<br />

tiempo debió ser colocado el auricular en su sitio porque sonó un ¡clic!<br />

metálico y se hizo súbito silencio.<br />

Doc había estado inclinado sobre una mesa maciza de hermoso tablero<br />

incrustado, durante su conversación con el químico. Ahora se enderezó y la<br />

acción puso de manifiesto la imponente figura que ya conocemos.<br />

Se hallaba en el despacho de su departamento, pero con la velocidad del<br />

rayo salió al pasillo. Sus movimientos, pausados en apariencia, se<br />

caracterizaban, sin embargo, por una celeridad extraordinaria.<br />

Por ello, escasamente tres minutos después del desastre acaecido a Monk,<br />

se hallaba en la calle y en el interior de su magnífico “Roadster”. Apenas<br />

hubo penetrado en él, oprimió un botón y sonó una sirena debajo del capot.<br />

Al oírla se apresuraba la policía a abrirle paso.<br />

Doc bajó con el coche por el Broadway y por espacio de un buen rato la<br />

aguja del velocímetro marcó más de sesenta millas por hora.<br />

Había equipado al “Roadster” con una pequeña estación de radio, de la cual<br />

se servía para ponerse al habla con los tres miembros restantes que<br />

<strong>com</strong>ponían el grupo de sus cinco ayudantes famosos.<br />

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