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-No. Diga usted-le rogó el químico.<br />
Una profunda aspiración de aire levantó el pecho hundido del escribiente.<br />
-Pues bien-dijo con voz vibrante por efecto de la excitación que sentía-.<br />
Como estaba con el oído atento junto a la puerta del despacho del señor<br />
Winthrop, le oí hacer la llamada telefónica que debía acarrearle la muerte.<br />
-¡Demonio! Conque se trata de un asesinato, ¿eh?-exclamó Monk.<br />
Clarence replicó crispando los puños:<br />
-¡Justamente, caballero!<br />
-¿Con quien habló Winthrop?<br />
-Con el jefe secreto de Los Cráneos Planteados-susurró Sparks.<br />
-¡Caramba, caramba! Y ¿cuál es su nombre, lo sabe usted?<br />
Clarence respondió con voz sonora:<br />
-Le oí decir a Winthrop por teléfono que...<br />
Esta fue la última palabra que pronunció, aunque no el último sonido que<br />
emitió, porque de su boca escapase, de súbito un terrorífico alarido.<br />
Al propio tiempo levantó ambos brazos por encima de la cabeza lo mismo<br />
que el aborigen cuando saluda al sol y hecho esto, tembloroso y<br />
empinándose sobre la punta de los pies, dio, lentamente, media vuelta.<br />
Cuando hubo vuelto la espalda a Monk y Ham, ambos vieron el asta<br />
emplumada de la saeta que la atravesaba. El cuerpo de Sparks, delgado y<br />
ligero, produjo una especie de repiqueteo al caer.<br />
Tras de haberse desplomado desapareció de él todo envaramiento, la<br />
cabeza rodó blandamente hasta oprimir contra el suelo una mejilla y con un<br />
fúnebre gorgoteo surgió un líquido escarlata de su nariz y boca.<br />
Mas, ni Monk ni Ham se detuvieron a observar los fenómenos precursores<br />
de la muerte del infeliz. Ambos contemplaban el arquero que acababa de<br />
lanzar la saeta, extraño ser vestido con un traje de plata y de tan grotesco<br />
aspecto que les dejó atónitos.<br />
CAPÍTULO III<br />
EN BUSCA DEL ARQUERO<br />
No era un ser voluminoso. Parecía más bajo que Ham-que no era muy altoy<br />
también flaco y huesudo, provisto de magro brazo y de musculosa<br />
pantorrilla. Su atavío era singular.<br />
Consistía en un traje de plata cuya tela, semejante en todo a la metálica<br />
empleada para la confección de vestidos de baile de una revista, era toda de<br />
una pieza, por el estilo de un mono de mecánico.<br />
Una capucha similar, elástica, se adaptaba a la cabeza y rostro del<br />
individuo.<br />
Como las aberturas de los ojos, nariz y boca parecían manchas oscuras por<br />
contraste con el plateado brillo metálico del resto de la capucha, daba a la<br />
testa del hombre el aspecto de una calavera, de un cráneo de lata.<br />
Un lujoso reloj de pulsera adornaba la muñeca de uno de sus delgados<br />
brazos. El plateado arquero estaba, de pie, en el umbral de la puerta del<br />
despacho contiguo y en la diestra empuñaba todavía un pesado arco<br />
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