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del objeto construido en mis astilleros. Usted lo ha desperdiciado; por
consiguiente, ahora llamaré en mi ayuda a la policía.
Su voz aumentó de volumen, debido a la desesperación de que estaba
poseído, y sus gritos atravesaron la puerta a despecho de las precauciones
adoptadas, de modo que le oyó Clarence, quien miró en dirección a la puerta
del despacho y titubeó.
Se moría de ganas de oír lo que se decía al otro lado. Dominando al cabo su
timidez, se aproximó de puntillas al refrigerador del agua situado junto a la
puerta del despacho. Aplicaría el oído desde allí.
Winthrop seguía diciendo a gritos:
-¡Llamaré a la policía y le hablaré de Los Cráneos Plateados! ¡Le diré quién
es su jefe en apariencia y le hablaré de la persona cuya diabólica inteligencia
dirige en la actualidad todos los hilos de la intriga!
La voz velada le respondió, desde el oro lado de la línea:
-Le prometo, Winthrop, que no vivirá el tiempo suficiente para llevar a cabo
sus amenazas.
Winthrop sudaba, se agitaba.
Gritó:
-Mi muerte no le reportará beneficio alguno. Tengo escrita una relación de
sus fechorías y se la he dado a mi secretaria. Ella lo sabe todo.
-Miente usted, Winthrop-dijo la voz, con acento burlón.
-No miento-protestó Winthrop, a voz en cuello-. He dado órdenes a mi
secretaria y si me sucede algo ella irá con el cuento a la policía. Conque, o
renuncia usted a sus proyectos o doy parte de todo a la policía.
-¡Hágalo si se atreve!
-¡Lo haré!-Winthrop colgó el auricular.
Pálido, tembloroso, se apartó Clarence de junto a al puerta. Había oído y
sentía alterarse la paz de su alma. Hallábase colocado en la situación del
joven que quiso pescar pececillos y atrapó un tiburón.
Su acción le salvó la vida. Simultáneamente a su retirada sonó una
explosión catastrófica. La puerta del despacho de Winthrop se deshizo en
fragmentos, cedió toda la pared medianera y parte del techo se derrumbó
con estrépito.
Abajo, en la calle, el ruido ensordecedor obligó a los peatones a levantar las
cabezas. Creían que había sonado un trueno fragoroso e inesperado. Mas,
tras de dirigir la vista a lo alto, corrieron, se dispersaron en todas
direcciones.
Una nube de ladrillos, de yeso y de trozos retorcidos de acero cayó a la calle
produciendo la impresión de que se derrumbaba todo el rascacielos.
Un momento después, sin embargo, los transeúntes que habían logrado
situarse a respetable distancia distinguieron una gran cavidad abierta por la
explosión en uno de los costados del edificio cuyas espiras traspasaban la
niebla.
Los escombros se derramaron con estrépito sobre la acera. Tres coches allí
estacionados y vacíos, afortunadamente, fueron aplastados por ellos y en
parte destrozaron asimismo un taxi que por allí pasaba en el momento de la
catástrofe.
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