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R.HUAYNA INGÉNITO<br />
Encuentro un universo marchito, con luces muertas. Hace mucho<br />
languidecidas y muertas... Excepto en una diminuta pavesa, brillando como<br />
un punto tenue alejada en la distancia. Avanzo en pos de ella. El camino<br />
huele a sudores y está empedrado con cansadas losetas de mala voluntad<br />
y reverberando, como un recuerdo doloroso, la sanguinolencia del<br />
fuego consumido. Más tarde esa pavesa se ha transformado en el arrebol<br />
de un incendio ocurriendo en la médula hueca y carcomida de un<br />
¡gigantesco tocón con aspecto de pequeño volcán! La humedad, los<br />
hongos y el tiempo, en connivencia, están atareados en acabar con el<br />
inmenso tronco seco. Por una cortadura que hende verticalmente al tocón,<br />
me abro paso para llegar hasta el desbocado fuego de enmedio: una<br />
pira eructando ingente calor sexual. Mis pasos se hunden en el mantillo,<br />
teñido por un resplandor rojizo, de madera podrida. La lóbrega atmósfera<br />
consume con vehemente insania toda la luz y el calor que puede<br />
acaparar, y las sombras como fantasmas pelean entre sí por un poco de<br />
luz que pudo quedar olvidada o intentan robarla. Las sombras son corrosivas,<br />
es la única manera de alimentarse. En una parte maciza del<br />
tocón, está horadado un nicho y alberga en su interior una talla, de unos<br />
sesenta metros de alto, hecha en la misma madera: semidestruida y borrosa<br />
se mantiene en pie.<br />
El fuego ardiendo en el centro de la explanada está vigilado por dos<br />
estatuas de madera fosilizada y del doble del tamaño humano. Carcomidas<br />
por la rara intemperie. Sus sombras sobresaltadas, continuamente,<br />
apetecen la calma. Me llego hasta las estatuas; para entonces ellas abren<br />
los ojos y bostezan sus sueños de siglos, desperezándose; fragmentos<br />
pútridos caen de sus viejos cuerpos para confundirse con el humus. Prueban<br />
a hablar rompiendo sus rajados labios en pedazos:<br />
—Por aquí nadie viene. ¿Eres nadie? —inquiere una de las estatuas.<br />
Voz olvidada. Lenguaje muerto. Rudimentario como los ronquidos.<br />
No respondo.<br />
—Eres nadie... y vienes.<br />
No le presto atención, continuo andando en dirección de la gigantesca<br />
talla.<br />
—¡Detente! —suena autoritario otro ronquido muy distinto al anterior,<br />
parece venir de muy lejos. Habló la otra estatua.<br />
—Nadie detente... —cruje la anterior.<br />
Desobedezco.<br />
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