Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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“Pero no voy a ver”, piensa Sandoval al toser con lentitud. “Ya<br />
no. Y no era ni un nuevo ni un viejo amor. Qué iba a entender este<br />
idiota. No era amor. Yo no supe qué era eso, si bien esta muchacha<br />
me despertó los huesos y lo que empuja para que uno respire como<br />
nunca antes. No es que hubiera muchos antes, y los que hubo no<br />
fueron muy buenos. Tampoco debería hablar de “despertar”, a lo<br />
sumo sacudir, quitar <strong>el</strong> polvillo de los rituales de la agüevazón sin<br />
llegar a suficiente. Nada más.”<br />
El otro aprovecha para usar la excusa de “hay que dejarte descansar”.<br />
Le molesta la sala de hospital. Sus descascaradas paredes<br />
verde mar. Sus viejas camas cubiertas por sábanas arrugadas y usadas.<br />
Los demás pacientes “más allá que acá”. El ruido, demasiado<br />
alto, de un t<strong>el</strong>evisor que nadie ve. Pero lo que más le incomoda, sin<br />
que llegue a precisarlo con exactitud, es <strong>el</strong> olor. A medicamento,<br />
orina y rezadera. A aferrarse a la pudrición de la carne como última<br />
esperanza para no terminar de morirse. Por instinto y de manera inconsciente,<br />
se hu<strong>el</strong>e y se alisa la ropa. Sólo Sandoval nota. Ha<br />
aprendido a especializarse en “ver” ciertas cosas. Insignificantes,<br />
invisibles para los demás. Descubrió que sus observaciones enseñaban<br />
<strong>el</strong> miedo. No tanto <strong>el</strong> de los otros, que le aburría, como <strong>el</strong> propio.<br />
Él no entendía por qué no sentía miedo de morir. Por mucho<br />
que lo intentara, resultaba igual que las tortas de huevo. Las que al<br />
calentarse la mezcolanza contra <strong>el</strong> fondo de la sartén, se inflan con<br />
una ostentación casi erótica. Y lo hacen salivar al surgir los contornos<br />
turgentes y dorados, que al enfriar dejan un escuálido y apachurrado<br />
bultillo perdido en medio d<strong>el</strong> plato. O tal vez sí lo tenía, <strong>el</strong><br />
miedo, y no se daba cuenta. Por eso hacía la mueca que más de uno<br />
siente como asco, sin imaginar que es de frustración y hasta de envidia.<br />
El abogado se despide deseando que <strong>el</strong> olor a miedo no se le<br />
haya pegado al traje o, peor, a la misma pi<strong>el</strong>. No tiene tiempo de ir a<br />
la casa para bañarse y cambiarse la ropa. Quedó de verse con la rubia<br />
teñida de la librería, la de las inmensas tetas y cintura estrecha,<br />
cimbreante, de caderas anchas, con quien tuvo <strong>el</strong> mejor fin de semana<br />
de sexo de los últimos meses.<br />
Una inesperada erección precede un ligero sonrojo d<strong>el</strong> que nadie<br />
se entera. Trata de controlarla apurando <strong>el</strong> paso, apretando las nalgas.<br />
Sandoval no más lo ve alejarse y lo olvida. Sin reparar en lo intrascendente<br />
que “<strong>el</strong> licenciado” le resulta. Sin negar que lo hace<br />
venir una vez por semana por <strong>el</strong> pequeño placer de verlo incómodo<br />
al obligarlo a igualarse con él. Hoy, sin embargo, hacerlo llegar para<br />
que recogiera los pap<strong>el</strong>es de Elena no ha producido <strong>el</strong> acostumbrado<br />
estúpido gusto de insignificante victoria ante “los triunfadores”. Al<br />
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