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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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arrimara”, muchas mujeres se abrieron de piernas. Sandoval, empujado<br />

por <strong>el</strong> guaro que le toreaba la jactancia, mientras hacía negocio<br />

compartió sus habladas con los vecinos, incluido El Albino,<br />

que entonces tenía un callamiento de recién llegado que se confunde<br />

con timidez. El antiguo marino cuenta las aventuras de su<br />

trabajo en <strong>el</strong> Canal, su recuerdo favorito junto con lo d<strong>el</strong> barco<br />

griego. Amparado al frescor de la tarde, sus evocaciones se mezclan<br />

con <strong>el</strong> aroma de los árboles de naranjo agrio que él trajo. De<br />

<strong>el</strong>los sacaba los tallos tiernos que daban <strong>el</strong> sabor tan dulcito y apetecido<br />

a su famoso guaro. Decían que no sólo alegraba sino que<br />

curaba la calentura, las mordidas de culebras, la flacura y alborotaba<br />

las ganas de quedar entrepiernado.<br />

Contar su sueño de tener un hot<strong>el</strong> fue otra salida de engreimiento<br />

de Sandoval provocada por la chispa de la bebida. A fuerza repetirlo<br />

también pasó a entremezclarse con todos. Cada uno añadía <strong>el</strong>ementos.<br />

Despierto o ensoñando. <strong>En</strong> solitario o en compañía. <strong>En</strong> la sobriedad<br />

d<strong>el</strong> implacable yugo d<strong>el</strong> trabajo o <strong>el</strong> de la borrachera, las<br />

más de las veces. Al tal punto llegó aqu<strong>el</strong>lo que en más de una ocasión<br />

casi corre la sangre, debido a los pleitos por decidir de quién<br />

fue una u otra idea para <strong>el</strong> gran sueño de Sandoval. Que por lo menos<br />

no cambió de nombre. Al menos no estando él presente.<br />

Sandoval embucha un trago de aguardiente. Ronronea como un gato<br />

montés tras quitarse <strong>el</strong> sudor de la frente con <strong>el</strong> dorso de las manos,<br />

desamarra la mirada perdida de cuando se quedaba viendo hacia <strong>el</strong><br />

mar. La que hace igual que si estuviera a punto de encontrar cómo<br />

perderse en alguna nadita de la lejanía. Como si <strong>el</strong> océano entero<br />

cupiera en <strong>el</strong> palpitante y refulgente azul de los ojos. Al boquear espuma<br />

y temblar de pies a cabeza, agita <strong>el</strong> marco de madera con su<br />

recorte de periódico, que de tanto sacudirlo resquebrajó <strong>el</strong> vidrio.<br />

De una esquina extrae y desdobla un pap<strong>el</strong>. Es la traducción, más<br />

café que amarillenta, escrita con pluma en letras grandes. Parece<br />

que <strong>el</strong> sueño mordiera su tripa, preparándose a salir con su escozor.<br />

Él construiría su hot<strong>el</strong> en la rajadura violenta d<strong>el</strong> agua que marcaba<br />

la frontera norte. El Gran Hot<strong>el</strong> Roosev<strong>el</strong>t, o “Rusv<strong>el</strong>t Jot<strong>el</strong>”, como<br />

se ufanaba en decir. Sería <strong>el</strong> más importante d<strong>el</strong> gran río d<strong>el</strong> norte,<br />

en <strong>el</strong> que de seguro pronto los gringos construirían otro canal. Porque<br />

él sí sabía. Su hot<strong>el</strong> sería <strong>el</strong> más valioso, por <strong>el</strong> que siempre lo<br />

recordarían. Exacto a los que hacen los americanos. O mejor, igual a<br />

su casa. O <strong>el</strong> d<strong>el</strong> Canal, <strong>el</strong> Tivoli o Tívoli, no recuerda. El suyo sería<br />

superior. Por lo menos igual. De madera, con tres o cuatro torres la-<br />

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