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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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ecido de su esposa, marchándose con un:<br />

—Sírvase usted, patrón.<br />

Resultó que <strong>el</strong> cuerpo de la mujer era <strong>el</strong> que más lo excitaba a la<br />

hora de pasarle <strong>el</strong> chilillo y remarcarle sus iniciales. Su pi<strong>el</strong>, que se<br />

erizaba como ninguna otra, hacía los más b<strong>el</strong>los cardenales que<br />

hubiera visto <strong>el</strong> sudoroso gordo. Y que lamía con los ojos en blanco,<br />

al chupar por <strong>el</strong> surco como un loco. A partir de esa vez, las vírgenes<br />

que le traían no lo excitaban tanto como aqu<strong>el</strong>la vieja. Desde la<br />

primera vez, por poco y se desmaya al ver cómo, al hundirle la cresta<br />

d<strong>el</strong> chilillo para poner <strong>el</strong> punto final de su firma, unas gotas de<br />

sangre resbalaron por la nalga. Al lamerlas, cosa que vivió por primera<br />

vez con <strong>el</strong>la, se regaba de una manera lenta, brutal. Sin poder<br />

controlarse. Igual probó con las güilillas, pero los cardenales, las<br />

marcas, la esponjosidad de pi<strong>el</strong> y <strong>el</strong> sabor de la sangre no llegaban<br />

ni a los talones de la hembra compartida.<br />

Descubrió porqué “Pedo’e Leche” a veces llamaba Ternerito a la<br />

borracha de la esposa. No existía verga que aguantara mucho sus<br />

envolventes y asfixiantes movimientos de vientre, por d<strong>el</strong>ante y más<br />

por detrás. Una vez, y <strong>el</strong> jefe siempre lo contaba luego de bajarse la<br />

segunda bot<strong>el</strong>la de guaro, hicieron una apuesta. Ver quién aguantaba<br />

más entre los seis de los siete acompañantes d<strong>el</strong> político con<br />

quienes estaba en <strong>el</strong> ranchón de El Albino. Al abogado lo dejó por<br />

fuera. Uno por uno se la cogieron, menos éste, <strong>el</strong> propio jefe, quien<br />

se excitó más al ser <strong>el</strong> árbitro, y El Albino, quien se excusó: “Ya<br />

conozco la mercadería”. A lo que <strong>el</strong> resto, menos <strong>el</strong> licenciado, respondió<br />

con carcajadas. El Albino no lo olvidó. Ni le pasó inadvertido<br />

<strong>el</strong> brillo en los ojos d<strong>el</strong> hombre de leyes, y la mueca que los demás,<br />

menos <strong>el</strong> marido, confundieron con obedecimiento. Sólo él supo<br />

que dicho fulgor estaba enraizado en <strong>el</strong> rencor. Si lo encendía<br />

con paciencia, y emponzoñaba lo necesario, ofreciéndole su buena<br />

parte en las ganancias, se pasaría a su lado sin problemas.<br />

—¡No me vaya a tomar mucho! —ordenó <strong>el</strong> jefe—. Menos se<br />

vaya a imaginar que va participar en la apuesta. ¡Qué va, no ve que<br />

estas cosas son sólo para hombres de verdad, no para licenciaditos!<br />

Esto fue lo que mordió al abogado. El veneno de la humillación<br />

lo engangrenó. Era mucho que sólo en una ocasión hubiera dejado<br />

“probar” a la hembra de El Albino y, máxime a sabiendas de lo que<br />

le gustó, que no se la prestara más. O que cada vez lo apartara para<br />

no ser uno más en las fiestas que hacía en <strong>el</strong> ranchón. Ahora, lo<br />

avergonzaba al hacer que los demás se rieran, hasta la propia hembra<br />

que ni en pie podía estarse de tan borracha. Bueno, todos menos<br />

El Albino. Al enterarse de lo que aqu<strong>el</strong> aguijón de leche muerta les<br />

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