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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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La propia esposa de El Albino aceptaba sin chistar. Acostumbrada<br />

a que su esposo se cogiera a cuanta hembra pudiera. Algunas<br />

veces hasta traía algunas para calentarle la cama, obligándola a participar<br />

a punta de guaro y golpes. Ella nunca sentía ni placer ni repulsión<br />

con las otras. Sentía nada. Tal vez porque era estéril. Con la<br />

de Sandoval en cambio hasta gracia le hizo que quedara preñada, y<br />

de gem<strong>el</strong>illos. Tal vez ya que fue la única en tenerle hijos al leche<br />

muerta de El Albino. Tal vez por sentirse culpable de que hubieran<br />

sido engendrados. Tal vez al no evitar sentir la excitación oscura de<br />

pensarlos como “Mis bastarditos.” Tampoco es que diera mucho valor<br />

a tales apegos. Ni a no entender por qué su esposo no mandó a<br />

traerla para tenerla de nuevo. Y menos por qué, al recordarla, una<br />

baba caliente comenzaba a brotarle entre las piernas.<br />

Esa vez serían tres días de fiesta. Concluidos, no vendrían más c<strong>el</strong>ebraciones.<br />

El Albino sería <strong>el</strong> dueño de todo. Menos de las tierras de<br />

Sandoval. Las quería de último. Deseaba humillarlo hasta que se<br />

doblara. Hasta que reconociera cuál de los dos era más hombre. Y<br />

viniera arrastrándose igual que <strong>el</strong> mugre zagüate que siempre lo<br />

acompañaba. O se muriera, enterrado en su propia mierda.<br />

XXXIV<br />

Con <strong>el</strong> jefe político las cosas iban de lo mejor. <strong>En</strong> particular luego<br />

de una noche en la que tomó más guaro que de costumbre y retó a<br />

El Albino diciéndole que quería culiarse a su esposa. Desde hacía su<br />

rato éste buscaba cómo obtener la firma d<strong>el</strong> político sin tener que<br />

obligarlo por la fuerza. No que no pudiera, sino que no quería. Esta<br />

vez para tenerlo todo tenía que ser suave. No es que <strong>el</strong> jefe fuera valiente.<br />

Estaba seguro de que se iba, de lo cobarde que era, antes de<br />

firmar. Muerto no servía. No. Tenía que tener más maña que fuerza.<br />

De interrogar a las muchachitas, una vez que <strong>el</strong> otro las desvirgaba,<br />

supo que aqu<strong>el</strong> carajo tenía la costumbre de ponerles sus iniciales.<br />

Igualitas que un rabillo de chancho, en las nalgas o donde primero<br />

fuera. Y que eran las mismas que garabateaba en los pap<strong>el</strong>es que<br />

preparaba <strong>el</strong> abogado cuanto tenía que firmar en calidad de nuevo<br />

dueño de las tierras de turno.<br />

“Para que sepan de quien fue usted primero, mi amor”. Decía <strong>el</strong><br />

jefe pasándoles la rasposa lengua, alargando y arrastrando la erre fi-<br />

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