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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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Aqu<strong>el</strong>la actitud, su desobediencia, la burla a su lugar pero, en especial,<br />

<strong>el</strong> desprecio a la segunda oportunidad que él concedía tan generosamente,<br />

no podían tolerarse bajo ninguna circunstancia. Debía<br />

servir de ejemplo para que nadie tuviera la menor duda de que era él<br />

quien estaba a cargo. Por eso, cuando Elena al fin pasó por la recepción<br />

la emboscó para darle la carta de despido frente a los que pudo<br />

reunir sin afectar <strong>el</strong> funcionamiento d<strong>el</strong> hot<strong>el</strong>, so pena de una amonestación.<br />

A la muchacha le exigió, con aires de ofendido, que contara<br />

en público la plata de su preaviso, vacaciones, aguinaldo y cesantía.<br />

Ella no quiso. Ignorándolo se fue a la sección de empleados a<br />

recoger sus cosas d<strong>el</strong> casillero. Había puesto los cuadernos de notas<br />

y la computadora portátil, al fondo de su maletín, bajo los calzones y<br />

los sostenes. Al salir, <strong>el</strong> viejo guarda ofreció disculpas por tener que<br />

revisarle <strong>el</strong> maletín. El MANA, así lo nombraban al saber que no los<br />

oía, acababa de llamarlo para indicarle que tenía que hacerlo a cabalidad.<br />

Que él vigilaría por “<strong>el</strong> circuito cerrado”, otra de sus grandes<br />

ocurrencias. Elena abrió las interminables divisiones mientras decía<br />

al guarda que no se preocupara, que cumpliera y ya. El viejo guarda<br />

medio movió <strong>el</strong> bulto y justo al devolvérs<strong>el</strong>o sonó <strong>el</strong> t<strong>el</strong>éfono:<br />

—¡Sí don MANAGER! ¡Cómo no! ¡Está bien, señor! Lo que usted<br />

diga—contestó <strong>el</strong> guarda para volver a pedirle <strong>el</strong> maletín.<br />

Disculpándose otra vez con la muchacha, susurrándole que era <strong>el</strong><br />

MANA <strong>el</strong> que acababa de llamar, esta vez comenzó a sacar todas las<br />

pertenencias. Frente a la cámara, desfilaron dos pares de pantalones<br />

de mezclilla, cuatro paños multicolores, frascos con toda clase de<br />

cremas, desodorantes, pasta y cepillo de dientes, cepillos de todas las<br />

formas imaginables para p<strong>el</strong>o, champúes y acondicionadores, dos tiras<br />

en rojo chillón de condones con sabor a frambuesa que le dejó un<br />

español hacía casi dos años y que había olvidado por completo, blusas,<br />

faldas, y por último, una colección de diminutos calzones y sostenes<br />

de diversas tonalidades, en su mayoría casi transparentes.<br />

El viejo suda. Las manos, hechas un temblor. Se quita y pone la<br />

gorra azul y amarilla de guarda, hasta que la cara se le pone roja.<br />

Descubre entre sus callosos dedos un sedoso y brillante hilo de t<strong>el</strong>a<br />

rojizo. La arroja, como si fuera una culebra, y cae en un lento y<br />

alargado salto mortal cerca de la puerta. El guarda, sudando a chorros,<br />

embute todo de golpe, y cierra <strong>el</strong> maletín sin darse cuenta de<br />

que en su fondo iba la computadora.<br />

—¡Ay Elenita! ¡Perdóneme!—trató <strong>el</strong> viejo de excusarse, al<br />

tiempo que miraba hacia <strong>el</strong> bombillito rojo de la cámara.<br />

Ella volteó a ver, con <strong>el</strong> calzoncito recién recogido entre sus dedos.<br />

Dilatándolo, encogiéndolo. El bombillo pareció palpitar duran-<br />

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